Por el derecho a la vivienda: poder local, política global
Los regidores de Vivienda de Nueva York, Barcelona y Lisboa exigen un mayor compromiso a los Estados contra la especulación
Las ciudades son nuestro hogar comunitario, el espacio compartido de nuestros sueños y angustias, donde se evidencian las diferencias pero también donde nace la solidaridad. Sí, la ciudad es nuestro hogar, y a la vez es donde el derecho a la vivienda, uno de los derechos más básicos pero menos protegidos, está más amenazado.
La reducida rentabilidad del capital y el descontrol y extrema facilidad de los movimientos financieros internacionales ha convertido la vivienda urbana, especialmente de ciudades capitales y dinámicas como las nuestras, en objeto de inversión especulativa. Esta dinámica está sometiendo a nuestras ciudades a una presión creciente, a menudo desde grandes fondos de inversión y otros actores de alcance internacional.
Podemos decir que el éxito y atractivo de esas ciudades supone a la vez un riesgo para sus residentes estables y para las familias. La presión turística impulsa los precios al alza y provoca que cada vez más pisos se centren en el alquiler turístico. En nuestras ciudades, ya hay barrios con más alojamientos turísticos que pisos de primera residencia. La compra de edificios enteros por parte de fondos inversores con el objetivo de destinarlos a la promoción turística, y la proliferación de corporaciones dedicadas al alquiler por periodos cortos, como Airbnb, es un problema compartido entre las ciudades que firmamos este artículo. Mientras, el proceso de gentrificación —propietarios con alto poder adquisitivo que se instalan en barrios de tradición obrera— también provoca un aumento del precio de los alquileres, desplaza a los inquilinos con rentas más bajas (a menudo migrantes y minorías), y hace desaparecer comunidades tejidas durante décadas.
No sorprende, pues, que aumenten las diversas modalidades de exclusión residencial: familias desplazadas hacia la periferia urbana, degradación de las condiciones de vivienda, hasta la expresión más extrema de la inestabilidad residencial: el sinhogarismo. Numerosos estudios evidencian que las dificultades para acceder a una vivienda estable aumentan el riesgo de pobreza y exclusión social. Los precios desorbitados de los alquileres generan una importante extensión de la vulnerabilidad social.
Tenemos que poner a las personas en primer lugar y por encima del interés económico. Tenemos que tomar medidas que garanticen el derecho en la ciudad, el derecho a una vivienda. Esto es lo que las ciudades estamos haciendo. Este verano nos encontramos en Barcelona como “Fearless Cities” [Ciudades sin miedo], para discutir sobre algunas estrategias clave, como el impulso de la vivienda pública, las ayudas al alquiler y la rehabilitación, o poner énfasis en las nuevas formas de vivienda social como la cesión de uso, que sacan la vivienda del tablero de la especulación. Así como desarrollar soluciones creativas para las personas sin hogar que den acceso a una vivienda digna y no solo soluciones de alojamiento temporal y de emergencia.
En especial queremos destacar dos líneas de actuación imprescindibles donde las ciudades necesitan desarrollar más competencias. En primer lugar, es esencial tener una regulación del precio del alquiler que permita en las ciudades establecer índices de referencia y poder prohibir a los propietarios que estos se superen. De hecho, estos índices ya son una realidad en Nueva York, y en otras ciudades, como París o Berlín, pero pedimos más capacidad regulatoria y más recursos para que los inquilinos puedan organizarse y hacer frente a la creciente presión especulativa, al acoso y a la expulsión.
En segundo lugar, hay que regular el turismo en nuestras ciudades, poniendo límites a su sobreexplotación y masificación, precisamente para que no deje nunca de ser atractiva, ni de ser productiva en sus múltiples facetas creativas, y para limitar sus efectos en los precios del alquiler. Y a los grandes operadores turísticos y de alquiler de apartamentos no les pedimos nada extraordinario: simplemente cumplir la ley. Hay que acabar con los pisos turísticos ilegales, y en esto seremos rigurosos, ya lo saben, en defensa del bien común.
Tres ciudades firmamos este artículo porque nos unen unos mismos retos y unas mismas esperanzas. Todas participamos en la cumbre Habitat III de NNUU donde se pedía “derecho a una vivienda digna para todo el mundo” y se aprobaba una Nova Agenda Urbana. Con la paradoja, pero, que la firmaban los Estados —no las ciudades—, a quienes exigimos un mayor compromiso con los retos que afrontamos, o bien la delegación de la capacidad regulatoria para hacerlo nosotros. El derecho a la vivienda y su función social tiene que ser considerado como un derecho a proteger, no solo en las ciudades sino a también a nivel global.
Pero las ciudades no estamos solas, nos tenemos las unas a las otras, cada una con su singularidad y coyuntura, y desde la profunda solidaridad, reivindicamos nuestro papel protagonista, que tiene que ser reconocido con más competencias y potestades para tomar medidas en favor de la ciudadanía.
Nuestras ciudades no son una mercancía. Son una comunidad de personas muy diversa que quieren vivir y prosperar juntas, en común. Queremos que nuestras ciudades sean espacios donde pueda vivir todo el mundo de manera digna. Donde se garantice el derecho a la ciudad, el derecho a la vivienda.
Brad Lander es regidor responsable de Vivienda Asequible de Nueva York; Paula Marques es regidora de Vivienda de Lisboa y Laia Ortiz es teniente de alcaldía de Derechos Sociales de Barcelona.
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