Miró y el silencioso influjo sumerio
Una exposición aborda el impacto de Mesopotamia en artistas como Henry Moore, Alberto Giacometti o Willem de Kooning
Joan Miró clavó con chinchetas en las paredes encaladas de su taller de Son Boter, en la actual Fundació Pilar i Joan Miró, una docena de fotografías, en realidad, recortes de una revista que mostraban las estatuas del valle de Diyala y la icónica mascara de Warka, la mona lisa sumeria, que con sus 5.300 años de antigüedad pasa por ser una de las obras de arte más destacadas de la primera civilización de la historia que se extendió por el sur de Mesopotamia, entre los ríos Tigris y Éufrates hace seis milenios. No es la única relación de Miró con obras de esta cultura. No se sabe cuándo el artista tuvo su primer “impacto visual” con el mundo sumerio, pero en una visita que realizó al Museo del Louvre en 1963 junto a Pierre Schneider le dijo al historiador “vayamos a mis barrios” en referencia a la zona de Sumeria, confesándole que antes iba más al museo por las pinturas y “ahora, cada vez más, vengo por esto”.
La fascinación de Miró por estas piezas, el primitivismo de sus formas y sus grandes ojos no es único en el mundo del arte. A este influjo silencioso está dedicado la exposición Sumeria y el paradigma moderno (hasta el 21 de enero) que inaugura la Fundación Joan Miró de Barcelona con el patrocinio de la Fundación BBVA en el que las obras creadas hace miles de años conviven y dialogan con algunas de las esculturas, pinturas y proyectos arquitectónicos de artistas contemporáneos.
Todo comenzó en la primera mitad del siglo XIX cuando las grandes potencias occidentales, como Francia, Gran Bretaña y Alemania, comenzaron a excavar en el Próximo Oriente; una zona con un interés estratégico, ya que su control permitía la conexión con la India e Indochina, pero también permitía estudiar las ciudades que aparecían en un libro fundamental como era la Biblia, algo que se aprovechaba para legitimar el interés sobre estas tierras, consideradas zonas cristianas.
Menos arte egipcio y griego
En la biblioteca personal de Joan Miró abundaban, sorprendentemente, las publicaciones dedicadas a Mesopotamia. Mucho más que las de arte egipcio, cicládico, griego u oriental. Entre las obras , una primera edición de La historia empieza en Sumer, de Samuel Noah Kramer de 1957, y una edición española de Assur,de André Parrot (1961).
Según desvela Marc Marín en uno de los artículos del magnífico catálogo que acompaña la exposición, los recortes sumerios que el artista colocó en las paredes de su estudio —que Francesc Català-Roca captó en 1968— provienen de un artículo que escribió el asiriólogo francés Jean Bottéro en Arts & Loisirs, de 1966, que se publicó con motivo de la exposición Tesoros del Museo de Bagdad que se inauguró en el Louvre.
La exposición, comisariada por el especialista Pedro Azara (Las casas del Ánima en 1997 y Mediterráneo. Del mito a la razón, en 2014, entre otras muchas), explica, de forma didáctica, cómo se produjo el descubrimiento y la exploración del Próximo Oriente, cómo las publicaciones científicas se hicieron eco, pero también cómo los periódicos recogían las conferencias que permitían difundir al gran público los nuevos hallazgos —como la que se celebró en marzo de 1929 en Ateneo Barcelonés sobre las tumbas reales de Ur—; unos hallazgos que se difundieron también en exposiciones como la Universal de Chicago de 1933 o las coloniales de París, Londres y Marsella, entre 1859 y la Segunda Guerra Mundial. También puede verse cómo estas tierras exóticas, cuna de muchos de los avances de la humanidad como la agricultura y la ganadería, aparecían en cromos coleccionables que ofrecían marcas comerciales o en novelas como Asesinato en Mesopotamia escrita por Agatha Christie, una historia que la inglesa conocía de primera mano porque estaba casada con Max Mallowan, segundo de Charles Leonard Woolley, director de las excavaciones en Ur.
Figuras votivas
La exposición tiene su punto culminante en la sala donde se percibe de forma clara cómo algunos artistas, entre ellos Miró, quedaron impresionados, se empaparon e hicieron suya la estética de estas obras primitivas y anónimas que fueron vistas como obras primigenias y no mediatizadas. Entre los artistas, Henri Michaux, Paul Klee y Juan Batlle que a partir de los signos cuneiformes inventaron una escritura personal que llevaron a sus lienzos. Herni Moore, Alberto Giacometti, Willem de Kooning y el propio Miró que quedaron impresionados por las esculturas de Gudea y de figuras votivas de orantes que llevaron a alguno como Giacometti a tener en su taller una copia. Junto a un sacerdote barbado con una pesada falda de lana de oveja de Assur se exponen tres figuras de un joven Moore con volúmenes, miradas y poses semejantes. Por su parte, Kooning vio en el MoMA de Nueva York en los cincuenta un orante masculino de Tell Asmar que reflejó en las seis obras de su serie Women (una de ellas está en la exposición) tal y como se ve en el tamaño de los ojos, la posición de las manos y la frontalidad de la figura, mientras David Smith creó sus obras tras descubrir en 1936 en Atenas las posibilidades de los sellos cilindros grabados al rodar por una superficie blanda.
Le Corbusier, otro de los grandes, tampoco quedó al margen del influjo de esta nueva civilización. Su proyecto no construido de 1929 para la Sociedad de Naciones de Ginebra, el Mundaneum, incluía un enorme edificio escalonado inspirada en el zigurat, la mítica torre de Babel bíblica.
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