La oportunidad del 21-D
En dos años, los independentistas se han quedado sin argumentos. El próximo 21 de diciembre tenemos la oportunidad de dejárselo claro en las urnas
Dos años después de las elecciones que el separatismo presentó como los últimos comicios autonómicos, los catalanes volveremos a las urnas el próximo 21 de diciembre. Si entonces la situación era grave, ahora es dramática porque, aunque de forma enrevesada, por no decir espectral, los partidos separatistas han acabado cumpliendo su promesa electoral de proclamar unilateralmente la independencia, de cuyas ominosas consecuencias estamos teniendo un desagradable aperitivo a base de fuga de empresas, inseguridad jurídica y quiebra de la convivencia en Cataluña. En efecto, Junts pel Sí se presentó a las elecciones del 2015 con un programa que preveía la proclamación de la independencia en caso de que las fuerzas independentistas alcanzasen la mayoría, y ahora Puigdemont deambula por Bruselas quejándose de que nadie les prohibiera entonces incluir ese punto en el programa si después no se les iba a permitir implementarlo a placer. Su queja refleja su inconsistencia y su desconocimiento de lo que es la democracia constitucional propia de un Estado de derecho.
Ninguna autoridad electoral ni judicial impidió a Junts pel Sí y la CUP presentarse con un programa nítidamente independentista a las elecciones del 2015, porque la democracia española, a diferencia de la alemana o la francesa, permite que un partido concurra a las elecciones con un programa manifiestamente contrario al orden constitucional establecido. También un partido hipercentralista podría presentarse a unas generales e incluso ganarlas con un programa basado en la supresión de las comunidades autónomas, pero eso no le daría derecho a implementarlo sin antes conseguir los apoyos parlamentarios necesarios para llevar a cabo la reforma agravada del artículo 2 de la Constitución, que “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España”.
La Constitución española, como la estadounidense entre otras, no tiene cláusulas de intangibilidad, es decir, que todos y cada uno de sus preceptos pueden ser reformados mediante las mayorías legislativas previstas al efecto y siempre de acuerdo con el principio de competencia. Esto conviene recordárselo también a quienes, de forma imprudente, barruntan estos días la posibilidad de ilegalizar partidos independentistas. Como ha recordado en diversas ocasiones el Tribunal Constitucional, la democracia española no es una democracia militante, sino una abierta y procedimental que permite la defensa de cualquier objetivo político, incluida la eventual secesión de una parte del territorio, propósito que el propio TC considera legítimo, pero que implica necesariamente una reforma agravada de la Constitución. Queda claro que, en el fondo, incluso Puigdemont y compañía saben que no se les juzga por sus ideas, sino por haber intentado imponerlas ignorando la Constitución y el Estatut y desobedeciendo sistemáticamente resoluciones del Tribunal Constitucional. Otra cosa es lo que digan en público con fines propagandísticos.
Parece ser que, antes de completar su desatino el 27 de octubre, Puigdemont titubeó en el último momento y quiso convocar elecciones, renunciar a la consumación de la DUI y así evitar, al menos, las consecuencias penales más graves que de sus actos pudieran derivarse. Se conoce también que tenía un acuerdo con el Gobierno central para que este atenuara la aplicación del artículo 155. Finalmente, como tantas otras veces, Puigdemont sucumbió a la presión de los sectores más radicales de ERC, de la CUP y de su propio partido y decidió no convocar elecciones y declarar la independencia desde el Parlament. También con fines propagandísticos, Puigdemont trató de responsabilizar de su espantada al Gobierno central, pero ahora sabemos que fue el propio Puigdemont el que rompió el acuerdo por miedo a que los guardianes de las esencias de la Cataluña eterna le colgaran el sambenito de traidor, de botifler.
Podría haber convocado él las elecciones, argumentando que quería ser el presidente de todos los catalanes, pero decidió seguir siéndolo únicamente de los independentistas, y entre ellos ahora ya solo de los más radicales. Su error ha sido creer que el independentismo no era en gran medida un estado de ánimo, sino el estado natural de los catalanes, como si su fuerza no dependiera de que sus líderes actuaran con diligencia y responsabilidad. Han subestimado la capacidad autocrítica de los catalanes, sobre todo de los independentistas. Ahora, su única baza electoral consiste en hacernos creer que Junqueras y compañía están en prisión provisional por sus ideas, pero, como ya hemos visto, el propio Puigdemont reconoce que nunca les han puesto ninguna traba para presentarse a elecciones con programas independentistas. El problema no son sus ideas, sino sus actos.
En el 2015, los partidos separatistas se presentaron con una tríada de mentiras estratégicas como único bagaje argumental: 1) La continuidad en la UE de una Cataluña independiente y su unánime reconocimiento internacional; 2) las empresas y los bancos jamás se irán de Cataluña (Artur Mas dixit), y 3) la secesión no generará fractura social. En dos años se han quedado sin argumentos. El próximo 21 de diciembre tenemos la oportunidad de dejárselo claro en las urnas. No la desaprovechemos.
Ignacio Martín Blanco es periodista y politólogo.
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