Un Puigdemont globalizado
De nuevo ha reaparecido el ensueño carlista con atavío antisistema
Siempre ha habido algo biológicamente comarcal en la constitución política de Carles Puigdemont. Asegurar por ejemplo que podía ser candidato desde Bruselas porque vivimos en un mundo globalizado entra en colisión con la certeza de que una hipotética república catalana quedaría en el extrarradio de la Unión Europea, del mismo modo que tiene algo de localismo poco globalizado suponer que un juez de habla flamenca dará un trato de excepcionalidad preferente, por ser separatista catalán, a un prófugo de la justicia de España.
Eso coincide con una tergiversación constante de la teoría de los tres poderes, al hilo de que la España vengativa aplica la ley según le conviene mientras que, por su parte, la Generalitat prescinde del marco legal proponiendo el desacato constitucional en el parlamento autonómico. ¿Cómo entender la figura de Puigdemont en un contexto de globalización? Situar un conflicto en el mapamundi siempre ha tenido costes inhumanos. Fue el caso de Irlanda y, con más sentido trágico, la Polonia “infelix”.
Tal vez Puigdemont prefiera otros modelos, como los Balcanes o Palestina, sin considerar que tanto la República de Irlanda en su día o la Polonia liberada de la Unión Soviética de inmediato solicitaron incorporarse al proceso de integración europea. Por el contrario, a pesar de que las encuestas una y otra vez explicitan el rechazo mayoritario a una Cataluña fuera de la Unión Europea, Puigdemont sigue empeñado en una secesión que llevaría al aislamiento internacional de Cataluña. Pero es que al mismo tiempo, acude a Bruselas para pasearse como ciudadano de Europa como quien, empeñado en hacer travesuras, le da una lección de europeísmo a España. No es impertinente preguntarse si Puigdemont conoce a fondo la Constitución de 1978, los laberintos en la naturaleza jurídica de la Unión Europea o esa simple referencia escolar que es la división de poderes según Montesquieu.
Ciertamente, no estamos en tiempos para la ironía pero ¿de qué otro modo daríamos su dimensión exacta al globalismo de Carles Puigdemont? En los viejos manuales de teoría militar se dice que cuando no hay estrategia todas las tácticas son malas. Más allá del espejismo de la independencia por la independencia, no se conoce otra estrategia de Puigdemont. Lo que le caracteriza es una variedad de tácticas taimadas. Son tácticas —jurídicas, populistas o de escenificación— que están probando ser muy defectuosas precisamente porque en el fondo no hay estrategia. Pretende vencer al Estado de derecho pero es equiparable al caso de quien tiene algún truco pensado para entrar en batalla pero carece de perspectiva alguna para ganar la guerra. Lo están diciendo ahora algunos de los mismos agitadores mediáticos que le presentaban como un gigante capaz de urdir la gran estrategia de liberación. En realidad, las tácticas de Puigdemont tienen algo de partida carlista, de hoy para mañana, confiado en la homogeneidad profunda de una Cataluña que no existe porque Montesquieu lleva siglos garantizando el pluralismo en los Estados de derecho. Si los valores de Montesquieu fuesen la estrategia, más aún las tácticas de Puigdemont son nulas.
En las sociedades avanzadas cada día se discuten los límites de la democracia liberal y sus imperfecciones pero no cuestionamos que la idea de ciudadanía consiste en dar por legítimo el sometimiento a la ley. De otro modo, el sistema de equilibrio de poderes se desintegra. Lo advirtieron los letrados del Parlament de Cataluña y no se les hizo caso. Lo intuían muchos ciudadanos y se les ofendió negándolo. En el vacío conceptual de Puigdemont se da por fundamentado un legitimismo espontáneo que se autoriza a sí mismo para negar la legalidad en nombre de un pueblo que rechace las impurezas del pluralismo. Eso tiene precedentes más turbulentos que ilustres.
De nuevo ha reaparecido el ensueño carlista con atavío antisistema. Carece de estrategia para una Cataluña que ya vive en la globalización. Supone una nación incontaminada, por completo ajena a los vínculos históricos con España, recelosa de los valores de la Ilustración. Por supuesto, en un mundo globalizado la división de poderes está transformándose todos los días. Puigdemont es un ejemplo de cómo esa transformación puede tener un sentido regresivo. Ha bajado de la montaña inspirado por la ancestralidad de las rebeliones carlistas y, aunque se alía con movimientos antisistema como la CUP, llegaba a Bruselas como un nuevo pretendiente a la corona de Cataluña, para tener que hacer marcha atrás ante la ley.
Valentí Puig es escritor.
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