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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Aplastar al otro

Ignorar o reprimir al otro contribuye a reventar las costuras de la cohesión social trabajosamente cosidas durante muchos años por el catalanismo

Francesc Valls
"Las partes contratantes" de Chico y Groucho.
"Las partes contratantes" de Chico y Groucho.

El proceso catalán va camino de eternizarse. Mientras, va cobrándose víctimas. Nadie sabe cómo ni cuándo se va a recomponer el espejo roto en que se ha convertido la sociedad catalana. La lapidación del heterodoxo ha sembrado sal allí donde antes crecía diversidad. Los medios, como si de la Gran Guerra se tratara, han ocupado su espacio en la trinchera. Y, ya se sabe, la primera víctima de ese gran ejercicio militar y militante es la libertad de expresión.

Prima el aplastamiento del otro, sin pararse a pensar cómo administrar convivencialmente la diversidad, apuntaba hace unos días Joan Subirats en estas páginas. Por un lado, el Gobierno catalán vive con intensidad las últimas horas de ambigüedad que le quedan. Intenta insuflar vida a una hoja de ruta que nació con el pecado original de contar con el respaldo del 47,8% del electorado que votó en las elecciones catalanas del 27-S de 2015. Ahora la opción independentista, espoleada por un referéndum legalmente suspendido y con algunos de sus votantes apaleados, pretende dar carta de naturaleza a la Declaración Unilateral de Independencia (DUI). En medio de un gran desconcierto –PdeCAT y CUP están a la greña, con Esquerra de observador internacional– , queda espacio para el humor. El último episodio vivido ha sido ese gran homenaje tributado a Una noche en la ópera, de los Hermanos Marx, singularmente con el remake de la secuencia en que Groucho y Chico se refieren a que "la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte". Esa es al menos la impresión causada por la carta que Carles Puigdemont envió el pasado lunes a Mariano Rajoy en la que no respondía a la pregunta de si había declarado o no esa independencia que el Parlament jamás votó pero que fue suscrita por la puerta de atrás entre las formaciones partidarias de la independencia. En síntesis, Puigdemont asegura que la DUI podría aguantar dos meses en la nevera si hay diálogo con el poder central.

En el otro extremo del cuadrilátero, Mariano Rajoy responde a la carta de Puigdemont dándole cuatro días de plazo para que diga si proclamó o no la independencia. Con la espada de Damocles de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, el Ejecutivo central sigue optando por obviar la naturaleza política del conflicto. Algunos especialistas sostienen que el artículo 92 de la Constitución permitiría la celebración de un referéndum no vinculante. Pero ya es muy tarde y para qué andarse con sutilezas si el Gobierno central ya ha optado por otra interpretación de la Ley de Leyes, con unos resultados perfectamente descriptibles. Por si fuera poco, el encarcelamiento –ya anticipado en círculos periodísticos desde el pasado 12 de octubre– de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, los dirigentes de la ANC y Òmnium Cultural, respectivamente, no ha contribuido ni a calmar los ánimos ni a que el Gobierno español sea capaz de elaborar un relato convincente para la mayoría de la opinión pública catalana.

Es cierto que las empresas huyen de Cataluña por la inseguridad del momento. Más de 600 empresas la han abandonado desde el referéndum del 1-O. Caixabank y el Sabadell son las que han dejado más vacío. Codorníu ha sido la última. También es verdad que la estrategia policial del Gobierno español para evitar la consulta no ha merecido demasiados elogios: ahí están los informes de Human Rights Watch, Amnistía Internacional o el Consejo de Europa, que solicitó al Ministerio del Interior una investigación independiente literalmente por el “uso desproporcionado de la fuerza contra manifestantes pacíficos y personas que ofrecían una resistencia pasiva a la acción policial”.

Ignorar al otro no implica que no exista. Los dos millones de votantes independentistas ni van a desaparecer ni se van a convertir por ensalmo en unionistas con la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Asimismo, los tres millones que se quedaron en casa el 1-O tampoco van a caer de rodillas para abrazar la fe soberanista en cuanto Puigdemont se aclare con la DUI. La proliferación de banderas en los balcones –esteladas y recientemente españolas– es una muestra de esos pequeños seísmos que cada día cuartean piezas de la vajilla común. Ignorar o reprimir al otro contribuye a reventar las costuras de la cohesión social trabajosamente cosidas durante muchos años por el catalanismo.

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