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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La reprobación

El Gobierno está dispuesto a hacer trizas la intangibilidad de una institución constitucionalmente imparcial, como es la fiscalía, y, si le conviene, la de cualquier otra institución del Estado autónoma

José María Mena
José Manuel Maza preside la reunión de fiscales superiores en Barcelona.
José Manuel Maza preside la reunión de fiscales superiores en Barcelona.Joan Sánchez

Cuando, en 2013, el fiscal superior de Cataluña se atrevió a emitir una prudente opinión jurídica sobre la consulta independentista sin satanizarla, el fiscal general del Estado (FGE), obligado por el Gobierno, le conminó a dimitir “voluntariamente”. Así empezaba la más reciente espiral de instrumentalización y desprestigio de la Fiscalía. Poco después, también se vio obligado a dimitir el mismo FGE, Torres-Dulce, después se deshicieron de la siguiente FGE, Madrigal, y de paso del fiscal jefe de la Audiencia Nacional, del de Euskadi y del de Murcia, castigado por su tenacidad insobornable. Entonces llegó Maza, el nuevo FGE, que nombró a Moix como fiscal jefe de Anticorrupción. Éste empezó a intentar apartar a algunos fiscales de investigaciones complejísimas, a lentificarlas o dificultarlas, generando razonables sospechas de parcialidad.

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Los fiscales de Anticorrupción respondieron colectivamente de forma especialmente meritoria. Ejercitaron una previsión legal que significa, más o menos, una objeción de conciencia. Los fiscales podrán y deberán ejercerla cuando las órdenes de los jefes sean contrarias a la ley o improcedentes por cualquier otro motivo. El ministro y el FGE, pretendiendo minimizar el escándalo, declararon que se trataba de un hecho ordinario, habitual. Pero no es cierto. Deberían saber, y probablemente sabían, que el gesto de los fiscales es especialmente infrecuente, extraordinario. Casi nadie se atreve a enmendar una orden o decisión del superior jerárquico, enfrentándose a él públicamente en un escrito motivado. El jefe Anticorrupción, ante el escándalo producido, rectificó parcialmente alguna de sus anteriores decisiones. Pero tanto él como el FGE siguen mandando, dispuestos a repetir sus sospechosas directrices. Legalmente, pueden ordenar al mismo o a otro fiscal que cumpla la orden objetada, o incluso asumir el mismo jefe la llevanza temporal o definitiva del asunto. Así pues, la objeción de conciencia de los fiscales ha sido un gesto ética y jurídicamente necesario, pero no suficiente.

Estas deplorables peripecias provocadas por la cúpula de la Fiscalía demuestran que al ministro de Justicia, Rafael Catalá, no le hacía falta el consejo que hubiera querido darle el presuntamente corrupto Ignacio González: “Oye Rafa, el aparato del Estado o lo tienes o estás muerto”. Rafa ya lo sabía y lo practicaba.

La Fiscalía nació, históricamente, como la larga mano del Rey ante los tribunales. Después fue el instrumento del poder ejecutivo ante el poder judicial. La dependencia efectiva de los fiscales se aseguraba mediante una estructura jerárquica cuya cabeza suprema era nombrada y cesada discrecionalmente por el Gobierno. Así permaneció la institución, ininterrumpidamente, desde 1926 hasta la reforma legal de Zapatero, impulsada por el FGE Conde-Pumpido en 2007. La reforma legal pretendió reforzar la imparcialidad del FGE colocándole en una tenue equidistancia entre el poder ejecutivo, que le propone, pero ya no puede cesarle, y el poder legislativo, que le convalida. Se trató de evitar la preocupante apariencia de que la Fiscalía es un instrumento dependiente del Gobierno más que una institución imparcial del Estado. Para ello, desde 2007, tal como manda la Constitución, el Rey nombra al FGE a propuesta del Gobierno y oído el Consejo General del Poder Judicial. Pero además, y esta es la novedad, el FGE propuesto deberá comparecer ante la correspondiente Comisión del Congreso de los Diputados para que pueda valorar sus méritos e idoneidad. Así se daba a la Fiscalía el refuerzo democrático de la convalidación parlamentaria. No es mucho, porque la valoración del Congreso no es vinculante. El Gobierno podría persistir en su propuesta aunque la mayoría de los Diputados le calificaran desfavorablemente. Pero sería un gesto insólito que el Gobierno osara menospreciar el refuerzo democrático que pretendió la reforma con la novedosa convalidación parlamentaria.

Pues bien, esto fue, precisamente, lo que ocurrió. El 16 de Mayo el Congreso examinó los méritos e idoneidad del FGE. Todos los grupos parlamentarios, excepto el del Gobierno, le suspendieron a él, a su peón de brega Moix, y al mentor y director político de ambos, el ministro Rafa. Lamentablemente, el Gobierno menospreció la clamorosa reprobación parlamentaria, democrática. Así expresa, sin complejos, que está dispuesto a hacer trizas la intangibilidad de una institución constitucionalmente imparcial, como es la Fiscalía, y por extensión, si le conviene, la de cualquier otra institución del Estado autónoma o independiente. Ante una amenaza tan grave ya no basta con reprobar a un ministro del Gobierno y sus fiscales. Es el Gobierno en pleno el que merece, imperiosa e inaplazablemente, una censura total y definitiva.

José María Mena fue fiscal jefe del TSJC.

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