Geometría del sándwich
El autor habla sobre Olmedo, legendaria mantequería del barrio de Salamanca, que se transformó en una fábrica de sándwiches rectangulares
Ya habrá otras ocasiones para hablar de los legendarios triángulos de Rodilla, en todas sus variedades y sucursales, y supongo que habrá motivos para elogiar los bocadillos como rombos de las tabernas antiguas o los redondos canapés como círculos concéntricos que se ofrecen en presentaciones de ciertos libros, pero hoy quiero celebrar con gratitud al sándwich rectangular, no el efímero cuadrado hecho en casa que algunas madres siguen partiendo en triángulo, sino el sabroso rectángulo del pan blanco ya sin orillas que fabrica a granel pero con esmero la firma de Olmedo.
Sucede que el Caballero de Olmedo, heredero de legendarias mantequerías del barrio de Salamanca, se transformó con la llegada de la modernidad (y la lenta desaparición de las mantequerías) en una fábrica de sándwiches rectangulares. Mi amigo Diego Alcaide vela y atiende no solo la venta al menudeo que sostienen en la calle de la Salud —a unos pasos del corazón de Gran Vía— sino el entramado culinario de una distribución diaria de al menos 7.000 manjares de este tipo en oficinas y cafeterías, con una notable variedad de combinaciones en sus sabores donde todo hambriento distinguirá —a diferencia de otros expendios— que los ya llamados Sándwiches de Gran Vía sacian el antojo de mecanógrafas de la periferia, turistas en trance, desmañados hambrientos y clientes asiduos con bocadillos donde realmente se ve el pollo que se anuncia en el letrero, el atún palpable, el queso de veras y el jamón-jamón que merece por lo menos una película.
En los días en que uno anda con la cabeza cuadrada o enredado en la hipotenusa de un triángulo insalvable, no hay nada como un trío de sándwiches que se pidan para llevar y así recorrer por lo menos una acera del ruido de Gran Vía hasta llegar a Callao, como un ídem. Rectángulo en mano, el equilátero problema que nos nubla ciertos días se diluye en el sano sabor de un tentempié; rectángulo en mano, el isósceles del escritorio de enfrente —ese burócrata que nos hace la vida imposible— se evapora en el vacío donde ya no le hacemos ni caso por el simple gozo de sentirnos satisfechos, energizados para otro trámite, gracias a la sana digestión de un emparedado rectangular y delicioso que cabe en la palma de la mano como una armónica comestible, una suerte de greguería à la Gómez de la Serna, donde las lánguidas notas del hambre intempestiva se escuchan cada vez más lejos como secreta balada en el acordeón de nuestra rutina cotidiana. Haciendo fila a las puertas de uno de los locales más pequeños de Madrid o llevando en discretos envoltorios para el pícnic de todos los días, los sándwiches del dúo Olmedo-Alcaide confirman que hay momentos en Gran Vía en que parece que uno deambula por las sombras más entrañables de Manhattan.
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