La desfachatez en política
La forma en que Donald Trump se defiende de las acusaciones de misoginia es muy similiar a la que el PP utiliza para encarar la crisis de la corrupción
Nadie sensato podría aventurar que alguien como Donald Trump superaría unas primarias y llegaría a ser candidato a la presidencia de Estados Unidos. Y sin embargo así ha sido. Tampoco era imaginable que después de destaparse como el partido que ha hecho de la corrupción un modo de gobernar, el PP pudiera mejorar sus resultados electorales. Y no solo los ha mejorado sino que las encuestas le pronostican una subida importante si hubiera terceras elecciones. En ambos casos se ha premiado a unos líderes políticos capaces de mantener impúdicamente actitudes que en una democracia sana y de calidad supondría su expulsión del sistema político. Supone el triunfo de la desfachatez en política, es decir, el descaro y la desvergüenza en la defensa de posiciones inaceptables.
Que Donald Trump era un machista consumado era ya conocido. También su comportamiento misógino, su desprecio por las mujeres y su incapacidad para apreciar en ellas otra cosa que no fuera su valor como objeto sexual a disposición del hombre, como se ha visto en la obscena grabación que acaba de hacerse pública. Pero lo que resulta sintomático es la desfachatez con la que se ha defendido: pretendiendo que se trata de una “conversación” sin importancia y atacando a su rival, Hillary Clinton, proclamando que su marido no es distinto.
Desfachatez implica también, como ha señalado Obama, presentarse como el defensor del pueblo desamparado frente a las élites económicas y políticas, él, que no ha hecho otra cosa en su vida que intentar hacerse valer como parte de la élite económica más clasista y que ahora aspira a situarse en la cúspide de la política.
Lo mismo cabe decir de la reacción del PP frente a las revelaciones del caso Gürtel. Lo normal es que un partido que tiene problemas de corrupción trate de gestionar los daños políticos con gestos que le hagan merecedor de perdón y le permitan reconquistar la confianza perdida. El PP, en cambio, está gestionando esta crisis con una escandalosa desfachatez. Por ejemplo, cuando pretende presentarse como víctima de sus propios corruptos; cuando proclama que los resultados electorales le exoneran de cualquier reproche político o cuando despacha las escandalosas revelaciones del cabecilla de la trama como una “confirmación” de que el asunto no va con Rajoy. En todo caso, con Aznar, como si Aznar no tuviera nada que ver con el PP. Y como si Rajoy no llevara años al frente de la maquinaria del partido y prescindiendo de que él era el directo responsable de las campañas electorales financiadas con las mordidas a grandes empresas concesionarias de obra pública.
Que en una democracia consolidada los políticos que exhiben con descaro actitudes este tipo pueden salirse con la suya e incluso ganar elecciones resulta profundamente perturbador. Una de las explicaciones es la degradación que sufre la política al entrar en lo que algunos analistas denominan la etapa de la “posverdad”. Se caracteriza por un desprecio temerario por la verdad; en ella no cuentan los hechos y evidencias factuales, sino las interpretaciones, siempre interesadas y en ocasiones deliberadamente distorsionadoras, de esos hechos. Este mecanismo explicaría el triunfo de la política tramposa, la que recurre a los spin doctors para presentarse de tal modo que puedan engañar al electorado. Prometiendo, por ejemplo, que bajarán impuestos y aumentarán el gasto público. O que mejorarán la calidad del empleo abaratando el despido y facilitando la precariedad laboral.
Este factor explica el sustrato de degradación de la política, pero para explicar el triunfo de la desfachatez hace falta algo más. Lo que tienen en común Trump y los líderes del PP cuando recurren a ella es la imperiosa necesidad de defender un privilegio. La defensa de una posición que consideran parte del “orden natural”. Un machista no tiene conciencia de la ilegitimidad de su privilegio. Lo considera un estado natural. Por eso, cuando se defiende, lo hace tratando a Hillary Clinton como un apéndice de su marido. También es “natural” que pueda presentarse como defensor de aquellos a los que ha explotado, despedido y vilipendiado en sus empresas. Es lo “natural” en un empresario de éxito.
Lo mismo ocurre con la actitud con la que el PP se defiende. La corrupción es solo un pequeño incidente que no debe distraer de lo fundamental: que lo “natural” es que sea la derecha la que detente el poder y lo defienda por todos los medios. Cualquier otra opción es menos legítima. El problema es que años y años de ejercicio autoritario del poder en España y de una cultura que ve en el expolio de lo público algo consustancial al ejercicio de ese privilegio haya hecho mella. Y no solo en ciertas élites políticas, sino en amplias capas de la población dispuestas a votarles a pesar de todo.
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