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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Adanismo no viene de Ada

La interpretación libre de sus actos a la que se acoge Colau contribuye a debilitar el debate político, arrastrándolo a la confusión y a la insustancialidad más banal

Manuel Cruz
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, con Jordi Ciixart, el actual presidente de Òmnium Cultural.
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, con Jordi Ciixart, el actual presidente de Òmnium Cultural. CARLES RIBAS (EL PAÍS)

Vaya por delante que me cuento entre ese gran número de barceloneses que prefiere, sin ninguna duda, que su ciudad tenga un Gobierno de izquierdas y que, en la misma medida, se alegró de la derrota de Xavier Trias en las últimas elecciones municipales. Por idéntica razón, celebré que el nuevo equipo reconsiderara meses después de acceder al poder algunos de los categóricos juicios políticos que había emitido en campaña (en algún caso, simples exabruptos) y no solo diera entrada a otras fuerzas de izquierda a las que había denostado sin matices, sino también incorporara a personas que habían acreditado su competencia en alguno de los gobiernos socialistas que tuvo la ciudad en el pasado.

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Pero también creo incluirme en el grupo, asimismo numeroso, que prefiere que los nuevos responsables gobiernen a que se dediquen a otras tareas, legítimas pero no relacionadas directamente con el encargo que han recibido de la ciudadanía. Lo diré de una forma simple: no recuerdo a ningún alcalde de Barcelona que haya intervenido tanto para opinar sobre cuestiones de política nacional (y en algún caso internacional: los refugiados) y tan poco sobre la ciudad que gobierna como Ada Colau. Incluso me atrevería a añadir que cuando lo ha hecho ha sido más de manera reactiva, esto es, para responder a alguna crítica que empezaba a generalizarse de manera inquietante para ella (a propósito de manteros, huelgas en transportes públicos en fechas clave, bancos presuntamente expropiados, etcétera) que para mostrar de una vez por todas su proyecto de ciudad, cosa que a estas alturas de su mandato todavía parece el secreto mejor guardado (de hecho, la ciudadanía barcelonesa se ha familiarizado rápidamente con la palabra “moratoria” debido al frecuente uso que de la misma hacen las nuevas autoridades municipales).

No faltaron críticos que, en los primeros meses de su gestión, reprochaban a la alcaldesa un notable adanismo político, reproche en el fondo menor que solía ser replicado por sus defensores con el argumento de que estaba corrigiendo ese pecadillo de juventud con un acelerado aprendizaje del papel institucional que le correspondía en esta nueva etapa de su vida política. Es cierto que el grueso de su abundante gestualidad inicial, tan superflua como exclusivamente dirigida a su propia clientela (su sobrevenido republicanismo en el callejero, por ejemplo), parecía mostrar una cierta inmadurez política susceptible de ser subsanada con el paso del tiempo y la experiencia. Pero no lo es menos que la evolución del personaje se diría que muestra no tanto su acelerada capacidad de aprendizaje como una manera abiertamente instrumental de entender la política que da la sensación de haber estado presente desde siempre en Colau, lo que echaría por tierra la hipótesis adanista.

En ese sentido, no cabe considerar anecdótica la cantidad de renuncios que ha acumulado en su todavía corta carrera política. Porque la misma persona que aseguraba no buscar protagonismo político alguno en el momento de abandonar el liderazgo de la plataforma contra los desahucios, mostraba a las pocas semanas una hasta entonces desconocida vocación municipalista. Vocación que, a su vez, parece estar dando tempranas muestras de agotamiento, ya que las declaraciones con las que en alguna ocasión reciente ha rebatido los rumores de que tenía pensado presentarse a unas próximas elecciones a la Generalitat, se han limitado a señalar que tenía la intención de dedicarse a Barcelona “todo lo que le queda de mandato” (sic).

Inscribiéndola en este marco, quizá quede más claro hasta qué punto la coincidencia con Xavier Trias, el anterior alcalde e ilustre representante de la más vieja política, en el modo de argumentar no constituía una mera coincidencia ocasional. Como se recordará, ambos declararon, tras el 9-N, que, a pesar de que había otras opciones a las que prestar su apoyo y con las que de hecho se identificaban, habían votado SÍ-SÍ, pero ello en ningún caso significaba, insistían, que se consideraran independentistas. Supongo que a la vista de que tan peregrino planteamiento (¿se imaginan a un político británico declarando que iba a votar sí al Brexit, pero que no era partidario de abandonar la Unión Europea?) no le pasaba factura política alguna, Colau ha decidido seguir reiterándolo cuantas veces haga falta.

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El problema no es la ambición política de nadie en particular, sino la forma en que se satisface

La última ha sido en los últimos días, con ocasión de la convocatoria de manifestación de la Diada del presente año, manifestación convocada explícitamente a favor de la hoja de ruta independentista. Tan explícito es el sentido de la convocatoria que políticos de la coalición en la que se integra la formación de Ada Colau como Rabell o Coscubiela han anunciado que no acudirán por sentirse excluidos. Pues bien, de nuevo la alcaldesa ha declarado que es posible que acuda “para defender el autogobierno” y “a favor de Carme Forcadell”, amenazada de inhabilitación, esto es, por dos motivos que no aparecen en ningún momento en la convocatoria. Se reparará en que, actuando así, no está haciendo nada que no hubiera hecho ya antes: cuando hace dos años se alineó con los independentistas en la consulta convocada por Mas fue debido, según sus propias palabras, “a la prepotencia del PP” (asunto que, obviamente, nadie había propuesto nunca someter a votación).

Pero no se mencionan estos casos para mostrar la celeridad con la que Colau ha hecho suyos los trucos de oficio de los viejos zorros de la política más rancia, sino por otra razón, entiendo que de mayor importancia. Como principio general, cabe afirmar que el problema no es la ambición política de nadie en particular, por más desatada que ésta pueda ser (a fin de cuentas, la ambición se ha convertido en un supuesto con el que nos hemos acostumbrado a contar en cualquiera que se dedique a la cosa pública), sino la forma en que se satisface, esto es, los medios que se está dispuesto a poner para lograrlo. Pues bien, si leemos a la luz de este principio general de la indiferencia hacia los medios empleados la sostenida ambigüedad que en los asuntos relacionados con el futuro de Cataluña respecto a España viene manteniendo la actual alcaldesa de Barcelona (y, por extensión, la entera formación que lidera), las conclusiones que se pueden extraer resultan severamente preocupantes. Destaquemos dos.

La primera es que la irrupción política de la figura de Colau, lejos de venir a constituir un elemento de equilibrio, racionalidad o sosiego en la excitada esfera pública catalana, no ha hecho otra cosa que alborotarla más, en la medida en que ha proporcionado un balón de oxígeno inestimable a las fuerzas independentistas de las que ella misma en sus ratos libres declara encontrarse muy alejada. Porque no habría que olvidar que dichas fuerzas la noche electoral del pasado 27 de septiembre declaraban que la pantalla del referendum estaba definitivamente superada y que fue más tarde, a la vista de la insuficiencia del respaldo obtenido y de sus problemas internos, cuando determinaron que solo podrían ampliar su base social acogiéndose al banderín de enganche que Colau y los suyos les ofrecían.

La segunda consecuencia, no por presentar un carácter más general posee una menor importancia. El recurso de la interpretación libre de sus actos al que se acoge con tanta desenvoltura Ada Colau si a algo contribuye es a debilitar el debate político, arrastrándolo hacia la insustancialidad más banal y la confusión más oscura. Porque si se puede votar (o apoyar) A cuando se piensa no-A apelando a un elemento B, C, D... cualquier cosa puede ser defendida en cualquier momento sin riesgo ni compromiso algunos por parte de quien así actúe, puesto que el valor y alcance de dicho comportamiento quedará finalmente pendiente de una hermenéutica privada acomodaticia, variable de acuerdo con el cambiante interés de su protagonista.

No descarto que lo que un (improbable) lector de este texto acabe reteniendo al final de su lectura sea que, a fin de cuentas, todas y cada una de las consideraciones que aquí se han planteado resultarían asimismo predicables en algún grado de muchos otros profesionales de la cosa pública, no necesariamente asociados a la nueva política. Lo que, aplicado al personaje en cuestión, equivaldría a afirmar: no hay en él sombra de adanismo sino, más bien al contrario, la reedición de viejas actitudes. Tan viejas como el combustible de la ambición, que parece alimentarlas.

Cómo no aceptar semejante resumen si es el que en cierto modo viene anunciado desde el mismo título. Pero ello no debería distraernos y dar lugar a que dejáramos de señalar lo que a mi juicio resulta más relevante, y es que, por paradójico o incluso extraño que a algunos les pueda parecer, cuando alcanzar el poder se convierte en un fin en sí mismo, el sentido de la política en cuanto tal se ve irremediablemente desvirtuado. Es a eso a lo que se diría que, una vez más (ahora con los ajados ropajes de lo nuevo), estamos asistiendo.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Diputado independiente por el PSC-PSOE en el Congreso.

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