Contra Cataluña, sí
La memoria histórica es, a propósito del ‘caso Sentís’, fundamental, a condición de no convertirla en arma arrojadiza para ignoro qué ajustes de cuentas
El pasado viernes, en este mismo espacio de opinión, el catedrático Marc Carrillo —que lo es de Derecho Constitucional en la UPF— publicaba una glosa llena de justificado entusiasmo acerca del libro Fer-se franquista. Guerra Civil i postguerra del periodista Carles Sentís (1936-1946), que publicó el año pasado el colega y amigo Francesc Vilanova i Vila-Abadal.
Por gentileza de éste, tuve oportunidad de leer el libro apenas aparecido, y comparto sin reservas el aplauso ante el implacable y documentadísimo retrato que ofrece de Sentís; aquel de quien las malas lenguas contaban que, en plena guerra civil, el grum de un hotel francés lo había reclamado al teléfono al grito de “monsieur l’espion de Franco, monsieur l'espion de Franco...!”. Sentís, otro de los falsos mitos de la transición.
Sin embargo, en el último párrafo de su artículo y a pretexto del caso Sentís, el doctor Carrillo arremete sin pestañear contra la —según él— “obscenidad histórica y la miseria moral de afirmar que la guerra civil fue contra Cataluña”. La tesis me parece lo bastante categórica y grave como para examinarla con algún detenimiento.
Ciertamente, la guerra no fue contra “los catalanes”, como a veces se ha dicho. Eran catalanes no sólo Sentís, y Juan Antonio Samaranch, y Pablo Porta. Lo eran los combatientes del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, y los falangistas fundadores del semanario Destino en el Burgos de 1937, y las decenas de miles de burgueses instalados en San Sebastián, Sevilla, Salamanca u otros puntos de la “España nacional”, a la espera de que la victoria de Franco les permitiese recuperar sus patrimonios. Eran catalanes —y hasta habían sido catalanistas— Francesc Cambó, y Joan Ventosa, y Ferran Valls Taberner, y Felipe Bertran Güell, y Josep Pla...
Ahora bien, si la palabra “Cataluña” tiene algún significado más allá del estrictamente geográfico; si designa a un territorio con una identidad específica, con una lengua propia y unos símbolos colectivos, entonces es incuestionable que la Cruzada y el subsiguiente régimen franquista tuvieron entre sus objetivos programáticos liquidar aquella identidad, aquella lengua y aquellos símbolos; o sea, abolir lo que el vocablo “Cataluña” había querido decir durante los ocho o nueve siglos anteriores.
En rigor, incluso el topónimo molestaba a los vencedores de 1939: no en vano tantearon diluirlo, agregando la provincia de Lleida a una “Depresión del Ebro” y convirtiendo las otras tres demarcaciones en una fantasmal “región Noreste” (mi manual de Geografía de bachillerato da fe de ello). Pero no hacen falta erudiciones. Basta recordar las consignas de la postguerra (“¡Háblese la lengua del Imperio!”, “Si eres español, habla español”) que, naturalmente, no se exhibieron en Madrid ni en Murcia; o el hecho de que la bandera histórica y tradicional del país (no una ikurriña partidista e inventada) permaneciese prohibida durante tres décadas; o que, en 36 años, no fuera posible publicar un diario en catalán, ni siquiera censurado como todos. Si quiere detalles sobre el intento de genocidio cultural y sobre la catalanofobia de la dictadura, el profesor Carrillo puede leer con provecho a Josep Benet.
Tal vez sea útil aquí un pequeño ejercicio de historia comparada: Francia, 1940-1944. También en el país vecino la gran mayoría de la población se acomodó o se resignó al sometimiento a Hitler; y un sector muy importante —incluyendo al joven François Mitterrand— abrazó la colaboración del Maréchal y de Vichy; y la resistencia fue, al menos hasta 1943, hiperminoritaria. Sin embargo, nada de esto ha impedido el consenso tanto social como historiográfico en el sentido de que la ocupación y el régimen cipayo de Pétain fueron antitéticos con la identidad y los valores que Francia representa. A nadie se le ha ocurrido invocar la larga e ilustre nómina de los sentís y los samaranch franceses (desde Pierre Laval hasta Charles Maurras, de Louis Renault a Louis-Ferdinand Céline) para poner en cuestión que los nazis y sus sicarios locales gobernaron “contra Francia”.
La memoria histórica es, en efecto, fundamental, a condición de no convertirla en arma arrojadiza para ignoro qué ajustes de cuentas. Afirmar que el Alzamiento faccioso de 1936 y la dictadura por él engendrada eran intrínsecamente hostiles a la Cataluña construida desde Jaume I hasta la revolución industrial y la Renaixença es una evidencia que se puede matizar; lo que no se puede es descalificarla con epítetos como “obscena” o “miserable”.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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