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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Democracia callejera

Cada tramo de nuestra vida a pie o en autobús (como Pla) contiene sus dosis de memoria histórica y la lenta aclimatación a lo que hemos sido como comunidad atosigada

Jordi Gracia

El chiste es más viejo que ir a pie, pero lo es sobre todo en Madrid. La calle que hoy lleva el nombre (desde hace muchos años) de José Ortega y Gasset es señorial y muy en su barrio de Salamanca, pero el chiste dice que todos la nombran con el guiño cómplice de avisar de que era “antes Lista”, por el venerable Alberto Lista, y porque de paso se llevaba una coz Ortega y Gasset, menos listo que el antiguo titular de la calle. Brillante, sin duda, y la primera vez que lo escuché también di el brinco habitual ante las mayores tontadas y regurgité una carcajada ruidosísima.

Va de risa la cosa, supongo, porque estamos estudiando concienzudamente qué calles quitar y poner o, para ser exactos, qué nombres de calles quitar y poner de acuerdo con el nivel de ejemplaridad que cada titular aporte –como ha dicho Ricard Vinyes- al país, o como mínimo a la capital de España y a la capital de Cataluña. Ambas parecen ahora embarcadas en un reciclaje baldosas culturales y a mí me parece más que bien porque cada tramo de nuestra vida a pie o en autobús (como Pla) contiene sus dosis de memoria histórica y la lenta aclimatación a lo que hemos sido como comunidad atosigada y quizá también a lo que queremos ser como individuo y como colectividad.

Por eso es tan admirable que Barcelona tenga un hermoso parque que pateé furtivamente en mi adolescencia llamado Cervantes y lo es que la más pequeña calle del casco urbano, en la zona vieja, lleve el nombre del escritor, seguramente para mostrar simbólicamente las dudas que nos asaltan sobre si estuvo o no estuvo en Barcelona. Mejor pequeña, por si no estuvo nunca (y porque las crueldades que hacen algunos catalanes en varios de sus libros pueden resultar incómodas o poco ejemplares).

La misma línea seguimos, por suerte, con otros titulares de calle, aunque sean ausentes. Es ejemplar que Barcelona no tenga calle dedicada a Salvador Dalí porque sólo faltaría que un pintor de su talento y comercialidad hubiese de disfrutar, encima, de la modesta evocación de una placa callejera. Que fuese extraordinario escritor no arregla nada, entre otras cosas porque ni siquiera se sabe demasiado bien lo que escribía en castellano, lo que escribía en catalán y lo que escribía en inglés y francés. A veces, como en sus cartas, mezclaba hasta las cuatro lenguas. Y hacía faltas de ortografía a mansalva, y eso parece no cuadrar con ejemplaridad alguna. Sin calle.

Que yo sepa, Ortega y Gasset no escribió una línea en catalán y además se situó en el peor de los lugares en el debate político del Estatut en 1932. También tiene un mensaje ejemplarizante su ausencia del callejero –que acabo de comprobar, porque no me lo creía-. No parece razonable pasar por alto ese error político y pretender a cambio hacer valer que escribió mucho y muy bueno (bueno), o que a veces dijo cosas con sentido. Incluso ayudó a pensar a muchos –nadie tuvo tantos lectores leales y fieles en Cataluña como Ortega y Gasset, desde Alexandre Plana o Eugeni d’Ors hasta Gaziel-. Tampoco es tan importante que diagnosticase las formas nuevas de sociabilidad de masas ni me parece que habría que exagerar su capacidad para difundir en España y Cataluña la integridad de la cultura moderna, europea, laica, científica y humanística a través de sus ensayos y a través de sus empresas editoriales. No hay para tanto. Yo también me quedo con el veto de no haber entendido de qué iba y qué pasaba con el Estatut de 1932. Nada de eso es ejemplar, y, por tanto, a la calle (bueno, al revés: fuera del callejero).

Y de Ridruejo es mejor no acordarse porque haber sido el principal impulsor y pedagogo en el resto de España del significado de la Cataluña social y cultural desde mediados de los años cincuenta y hasta su muerte en 1975, como ningún otro español no catalán, no va a borrar que fuese el principal ideólogo del fascismo en su primera juventud. Esa trampa de madurar y cambiar, de entender y ponderar, de mejorar y rectificar no va a servir tampoco: esa desvergüenza de rodearse de catalanes para tapar su pasado culpable no ens l’empasem. Tampoco tiene calle, por supuesto, y es natural que sea así. Y me vuelvo a casa.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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