Un vecindario singular
Hace cien años el Monasterio de Pedralbes y sus alrededores eran muy populares por sus merenderos y fuentes como la del Lleó
A un lado, edificios de apartamentos con amplios jardines comunitarios y la fantástica Torre Cortés, del arquitecto modernista Salvador Valeri, como un gran pastel de merengue y crema. Justo enfrente la Edad Media, el rastro de una muralla de piedra y la silueta maciza del monasterio de Pedralbes, fundado por la reina Elisenda de Montcada para alojar a las monjas clarisas (la rama femenina de la orden franciscana); un gran convento amurallado con dos puertas fortificadas y una serie de dependencias anexas.
Desde aquí se pueden ver los modernos jardines de la Creu de Pedralbes, y la cruz de término que pusieron en la posguerra en recuerdo a todas las cruces destruidas por los republicanos. Delante de nosotros hay unas escaleras, el suelo regresa al adoquinado que tuvieron la gran mayoría de las calles barcelonesas. Para continuar debemos pasar bajo un arco protegido por una torre con saetera, sobre cuyo dintel reza una placa: “Caserío de Pedralbes, distrito municipal de Sarrià, cuartel de Poniente”. Como localidad independiente, Sarrià se dividía en dos distritos, a su vez subdivididos en cuatro cuarteles que llevaban por nombre los cuatro puntos cardinales. El cuartel de Poniente correspondía a las casas situadas extramuros de la población, en dirección a Esplugues.
La calle principal del Caserío de Pedralbes es la Baixada del Monestir, a la cual da acceso el arco por el que hemos entrado. A la izquierda del portal se puede ver una masía con un reloj de sol a la altura del primer piso. Las casas que ocupan este lado de la acera habían sido dependencias de servicio del monasterio, como la carnicería o la panadería. Si miramos a la derecha del portal veremos una puertecita que cierra el acceso a la torre, justo al lado de un edificio conocido como El Conventet. Aquí vivía en época medieval una pequeña comunidad de monjes franciscanos, que se ocupaban de oír en confesión a las monjas. De las dos facciones existentes en su orden (los conventuales, observantes de la jerarquía y pacíficamente sujetos al convento; y los espirituales, mendicantes y a veces rozando la heterodoxia), los de Pedralbes eran de los primeros. Al inicio del siglo XIV, el debate sobre la pobreza dividió a estas dos ramas, que discutían por saber si Cristo había poseído algo. En Barcelona ganaron los franciscanos conventuales, zanjando de una vez la peliaguda discusión sobre la propiedad privada.
El Conventet fue una casa monástica hasta finales del siglo XIX, cuando se convirtió en un almacén. La finca fue vendida a un particular en 1919, que encargó su reforma integral al arquitecto Enric Sagnier i Villavecchia. Éste la convirtió en un palacete a la italiana, y le incorporó una serie de elementos procedentes de la canónica románica de Santa Maria de Besalú. La parte más moderna es de mediados del siglo XX y corresponde a la fachada que da a la calle Bisbe Català, con esgrafiados de Francesc Folguera.
Hace cien años este era un lugar muy conocido en la ciudad. Contaba la Guía completa del viajero en Barcelona de Caietà Cornet que se llegaba en tren hasta Sarrià, y de allí en ómnibus hasta el monasterio. Entonces los alrededores estaban llenos de merenderos y fuentes como la del Lleó, y los barceloneses subían de excursión hasta la cumbre de Sant Pere Màrtir. Muchas de las masías que había en estos terrenos vendían el famoso requesón de Pedralbes o “mató de la Serafina”; bautizado así en honor a Serafina dels Matons, un personaje célebre en la Barcelona finisecular que se casó con el jardinero del cenobio, y como regalo de bodas las monjas le regalaron la receta de un requesón especial que hacían, no con leche sino con almendras. Serafina abrió un establecimiento llamado La Cullera Grossa en la calle Portaferrissa, y otro en la calle Petritxol.
Una vez subida la cuesta, dejamos a nuestra derecha la calle del Monestir y cruzamos la plaza del mismo nombre, desde donde puede verse la austera factura de la iglesia conventual. Y después la gran escalinata que acaba por colarse tras una puertecita. Todo es ascender por estos escalones y nuestra época regresa a nosotros. Salimos a la calle Montevideo entre casas neogóticas y modernistas, que ocupan el solar donde estaban las casas de los trabajadores del monasterio. Por un instante, los coches aparcados parecen fuera de lugar en este vecindario.
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