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La bella atalaya desconocida

La torre-campanile del Panteón de Hombres Ilustres languidece aislada y sin accesos al público desde su inauguración hace un siglo

La torre, de 70 metros, erigida en 1902.
La torre, de 70 metros, erigida en 1902. Uly martín

El Sur de Madrid cuenta con una atalaya que pasa por ser la más esbelta -y también la más desconocida- de la ciudad. Junto con la Giralda de Sevilla y la torre de la catedral de Florencia, fue estimada como la más bella de Europa, al decir del historiador de la Arquitectura, Fernando Chueca Goitia. De estrecha planta cuadrada y casi setenta metros de altura, la torre fue ideada por el arquitecto Fernando Arbós (Roma, 1846-Madrid, 1916) en estilo neovéneto y erigida en 1902 para coronar el Panteón de Hombres Ilustres, que hoy cabe visitar en la calle de Julián Gayarre, no lejos de Atocha. Este mausoleo, donde duermen su último sueño próceres decimonónicos de la estatura de Práxedes Mateo Sagasta, Eduardo Dato, Antonio Cánovas del Castillo o Juan Álvarez Mendizábal, fue proyectado por Arbós para unirlo a una gran basílica de planta trilobulada, donde tuvieran lugar las exequias, fastos y enterramientos de las hijas e hijos más preclaros de la nación.

Erigido el panteón y alzada la torre, la basílica nunca fue edificada. Ello hizo que la atalaya, rematada por un campanlile con cuatro óculos presumiblemente para alojar grandes relojes, hoy vacíos, quedara varada como un centinela orientado al sur y aislado del propio panteón. Sobre el vacío lar basilical fue construido en 1960 un colegio dominico que amputaba así un conjunto memorial despreciado en aquellas fechas por el franquismo, cruel, por ignorante, y siempre receloso, hacia el pasado cívico, librepensador y decimonónico madrileño, sepultado en el Panteón de Hombres Ilustres.

La torre y su campanile dominan el paisaje meridional madrileño. Los muros de caliza de Colmenar de Oreja de la torre de Arbós ascienden hacia el cielo surcados por marmóreas impostas oscuras, piedra de Ricla, que trasladan la imaginación hacia los grandes duomos de Florencia, Siena y Venecia, urbe esta por donde penetró a Europa el esplendor de Bizancio cuyo destello parece impregnar, aún, los muros de la atalaya madrileña.

Perteneciente a Patrimonio Nacional, la entidad estatal ideó en 1989, durante el mandato del alcalde Álvarez del Manzano, un plan para desalojar el colegio dominico y trasladarlo a unos cercanos terrenos de Renfe. “Sobre la planta basilical no construida, se crearía un jardín que respetara con sus setos y plantones la estructura triádica prevista por el arquitecto Fernando Arbós”, según explica Juan Hernández, veterano arquitecto de Patrimonio Nacional. Pero aquel proyecto no medró: era preciso edificar el nuevo colegio antes del traslado y demolición del anterior, obra que nunca se hizo. En el año 2002, Patrimonio Nacional acometió una profunda limpieza de la torre, pasto de secreciones de miles de palomas que se adentraban en ella por los grandes ojos huecos de su remate. Los excrementos llegaron a alcanzar 30 centímetros de espesor, según operarios que participaron en su adecentamiento. La finalidad de aquella limpieza era la puesta en valor de tan señero edificio, visible desde cualquier punto meridional de Madrid, con el propósito de integrarlo en los circuitos artísticos capitalinos en los que Patrimonio Nacional cuenta con hitos como el Palacio Real, el de El Pardo o las Descalzas Reales.

El proyecto “Trajineros”, pensado para el Eje Prado-Recoletos por Álvaro Siza, Carlos Riaño y Juan Miguel Hernández de León, reavivó la ilusión de recobrar el enclave de la atalaya, pero no prosperó. Luego, la indecisión municipal, la falta de imaginación de muchos responsables políticos, más su desdén por el pasado cívico y cultural madrileño, todo ello agravado por la crisis de 2007, paralizó la rehabilitación de un hito insoslayable de la arquitectura madrileña, cuya entidad y evidente belleza sigue reclamando la atención y la actuación de los responsables de la cultura patrimonial madrileña.

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