El 14 de julio
Como cuando se tomó la Bastilla, hay un poder absoluto capaz de asediar y doblegar a países enteros con embargos, 'corralitos' y otras armas usurarias de destrucción masiva
En tal día como hoy de 1789, el pueblo de París tomó la Bastilla. Hasta entonces el poder del rey era absoluto, y lo administraban servilmente la nobleza y el clero, una especie de bipartidismo del Ancien Regime. A los demás ciudadanos, el 90% de la población, le representaban los diputados del tercer estado, que eran políticamente casi irrelevantes. El 20 de junio les impidieron por la fuerza reunirse para redactar una Constitución. Entonces se concentraron en el local del Jeu de Paume (una modalidad de frontón), y cuando la Guardia Real fue a desalojarles se negaron con una histórica frase de Mirabeau: “Estamos aquí por la voluntad del pueblo y no saldremos más que por la fuerza de las bayonetas”. Y no se movieron. Fue la histórica “sentada” que abrió la Edad Contemporánea.
Fue el triunfo de la heterodoxia. Solo veinticuatro días después caía la Bastilla. Mientras tanto, el rey creía que no pasaba nada, que era una revuelta pasajera, que las utopías heterodoxas eran inviables, que el único orden imaginable, el de siempre, volvería a imponerse.
La Bastilla era una inmensa mole militar en el corazón de París, que conservaba el prestigio siniestro de su antigua función represora de prisioneros políticos y torturas. Sin embargo, en 1789 ya solo era un arsenal de armas y municiones, objetivo principal de los asaltantes. Aún quedaban siete presos comunes, que fueron liberados. Los asaltantes eran los sans-coulottes, lo que hoy llamaríamos los desharrapados. No vestían como la burguesía y la nobleza, con calzas ceñidas (coulottes), casaca y medias, no se cubrían con pelucas, no se hablaban de vos. Informales y alternativos, tuteaban a todos, sin distinción de clases, y vestían calzón largo y carmañola (una especie de chaquetilla). Era el equivalente sociológico a ir hoy sin corbata, en mangas de camisa y quizás con coleta. Eran trabajadores de la ciudad, apoyados por una intelectualidad ilustrada y crítica, artesanos, carpinteros, sastres, peones, empobrecidos por una crisis galopante generada por los gastos militares y los dispendios del lujo de la corte.
Siempre se ha dicho que cantaban la Marsellesa al asaltar la Bastilla, pero no es posible. Esa música se compuso tres años después. Lo hizo en la noche del 25 de abril de 1792, en Estrasburgo, un capitán del batallón Les enfants de la Patrie, del ejército del Rhin, que esperaba el ataque austriaco en esa plaza fronteriza. La rápida fama del himno llegó a Marsella. Una columna de voluntarios marselleses lo cantaba cuando entró en París para participar en el asalto a las Tullerías y apresar al rey. El Canto de Guerra para el Ejército del Rhin había pasado a la historia como el canto de los marselleses. Fue, para siempre, la Marsellesa.
Los representantes políticos se siguen alternando como administradores cotidianos de unas fuerzas que no controlan
No es posible encontrar equivalencias entre aquellos acontecimientos y las convulsiones sociales y políticas actuales. Pero sí cabe observar algunos paralelismos propios del constante comportamiento humano colectivo. Los representantes políticos se siguen alternando como administradores cotidianos de unas fuerzas que no controlan. Por encima de ellos hay un poder absoluto inasequible, un rey difuso y ubicuo, sin fronteras, tropas ni trono, capaz de asediar y doblegar a países enteros sin invasiones ni disparos, con embargos, desabastecimientos, corralitos y otras armas usurarias de destrucción masiva.
Por debajo de esos representantes políticos, también hoy, hay una ebullición social que acaba sentándose en los modernos Jeu de Pome, en la Puerta del Sol, en la plaza de Catalunya, en la de Sintagma. Y hay una Bastilla global, una mole financiera aparentemente inexpugnable. Como aquel 14 de julio, los voceros serviles de ese poder absoluto vuelven a decir que no pasa nada, que todo volverá a su cauce, a sus leyes económicas y financieras de la austeridad asfixiante. Aquí lo repiten atrincherados tras unas leyes represivas instauradas, precipitadamente, este pasado 1 de julio, para aumentar la capacidad sancionadora del Gobierno, incrementar las penas y disminuir las garantías judiciales.
Como en aquellas convulsas fechas de finales del siglo XVIII, también habrá enormes errores humanos, individuales y colectivos, y flagrantes injusticias. Surgirán nuevos líderes, y desaparecerán históricos protagonistas, porque “la revolución devora a sus hijos”, aunque, afortunadamente, las guillotinas de hoy sólo son conceptuales, políticas y mediáticas. Varoufakis sería un primer ejemplo. Pero, con sus utopías, errores e insuficiencias, los heterodoxos sans-coulottes de hoy tampoco son una revuelta pasajera, y han iniciado una marcha irreversible contra la Bastilla global del siglo.
José Maria Mena fue fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña
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