La bobada de pasar pantalla
El lenguaje político adopta a veces palabras y expresiones impropias para describir aquello que pretenden nombrar
Escribió el filósofo rumano Emile Cioran un día que se despertó wittgensteiniano que toda palabra es una palabra de más. Supongo que, por la misma lógica y cambiando la escala, podría afirmarse que todo libro es un libro de más. Pero de cualquier libro, incluso del peor, se podría sostener que tuvo un instante de gloria en el que para alguien fue necesario (para el autor como mínimo). De hecho, probablemente por ahí pase la diferencia entre los textos irrelevantes y las grandes obras: estas nunca dejan de ser necesarias. Aunque quizá fuera un poco más preciso decir que nunca dejamos de necesitarlas.
Si regresamos a las palabras y predicamos de ellas la misma distinción que acabamos de establecer entre los libros podremos afirmar que las que hacen fortuna cifran su triunfo en incorporarse al acerbo común del lenguaje (y consolidan su éxito cuando obtienen los honores de entrar en el Diccionario de la RAE, o el equivalente en la lengua correspondiente), mientras que otras, tras un tiempo de vida precaria entre frases, dándose codazos por alcanzar un lugar bajo el sol del lenguaje común, terminan por desaparecer por su inconsistencia o su manifiesta impropiedad para describir mínimamente bien aquello que nombran.
Entre estas últimas, una expresión que resulta digna de mención, aunque solo sea por la notoriedad pública que ha obtenido como consecuencia de haber sido utilizado reiteradamente por algunos de nuestros representantes políticos, es la de “pasar pantalla”. Se trata, digámoslo de salida, de una de las expresiones más bobas y ridículas que se han acuñado en los últimos tiempos, en reñida competencia con la también famosa “desconexión”. Por supuesto que de ella, como de la más insustancial, se puede afirmar que en algún momento ha hecho falta, ha cumplido una función o, al menos, ha servido para algo. Pero lo que vale la pena plantearse es precisamente cuál ha sido esa función o utilidad que le han encontrado sus usuarios, más allá de permitirles revestirse con ropajes modernillos o actuales desde el punto de vista formal (por aquello de que se trata de una formulación tomada en préstamo del lenguaje de los internautas).
Para responder a la pregunta, bastará con evocar alguna situación reciente. Pensemos, por ejemplo, en las declaraciones de Oriol Junqueras en Cataluña Ràdio el pasado 20 de diciembre, en las que, como ha recordado Xavier Arbós en un magnífico artículo (Derecho a decidir, adiós, El Periódico 18/03/2015), afirmaba que el derecho a decidir correspondía a una etapa superada, a una pantalla que había quedado atrás en el tiempo. En análogo sentido se ha pronunciado en estos últimos días Juanjo Puigcorbé —un actor en horas bajas desde que se le ocurrió encarnar al Rey Juan Carlos en una serie televisiva, según propio testimonio—, aunque en su caso la pantalla abandonada no era la del derecho a decidir sino la del federalismo, respecto del cual se ha declarado profundamente desencantado (resultando irrelevante a estos efectos la cuestión de cuándo se produjo el tal desencanto, habida cuenta de que el federalismo todavía no ha disfrutado de su oportunidad entre nosotros).
Estamos ante la banalidad en estado puro, en la mera afirmación apoyada solo en una metáfora que, por añadidura, ni siquiera se aplica bien
Aguardarían en vano quienes esperaran que a tales afirmaciones les siguiera alguna forma de justificación o explicación. Quienes así hablan —y ni el líder de ERC ni el Sean Connery catalán constituyen una excepción en este aspecto— acostumbran a considerarse liberados de argumentar nada. Para todos ellos permanecer en la supuesta pantalla anterior descalifica (¿por antiguo?) a quien se haya quedado ahí, sin que el crítico se moleste en señalar las virtudes de la suya (¿por nueva?) o los defectos de la ajena. Estamos ante la banalidad en estado puro, en la mera afirmación apoyada solo en una metáfora que, por añadidura, ni siquiera se aplica bien a este tipo de situaciones, y se queda por tanto en mero jugueteo con las palabras.
Supongo que para los usuarios de este tipo de expresiones debe resultar particularmente desolador toparse de bruces con la evidencia de que la navegación en la que se inscribe su tan manoseado cambio de pantalla admite muy diversas travesías (¿acaso no es eso, su carácter errático y no predeterminado, lo que caracteriza navegar por Internet?).
No estoy planteando una cuestión abstracta o especulativa, sino bien práctica. Hace unos meses el soberanismo alardeaba de que, según las encuestas, el 80% de catalanes era partidario de poder votar para decidir acerca de su futuro político. Pues bien, cuando el pasado 9-N el presidente Mas cumplió finalmente su promesa de poner urnas y papeletas, para conocer las preferencias de la ciudadanía catalana al respecto, resultó que solo acudió a votar el 30% de los convocados. La pregunta inevitable es: ¿qué se hizo del 50% que falta en esta contabilidad? No es mi respuesta favorita, por todo lo que acabo de exponer, pero sí la que los soberanistas, por pura coherencia, deberían plantearse seriamente: tal vez ese 50% está, en efecto, en otra pantalla, solo que muy distinta a la que propone el soberanismo.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB
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