La transición del camarada Lobato
A los diputados les revolvía su silencio arrogante, recostado sobre la silla giratoria
¿Está la comisión domesticada? La respuesta es silencio. Silencio porque uno no sabe qué decir y también porque el silencio está imponiendo estos días su sórdida ley de película de sindicatos portuarios. Hasta el propio David Fernández, llevado por un ataque de rebote presidencial (es decir, colateral), ha dejado caer la expresión “ley del silencio”. A lo largo de esta vista y no oída decimoquinta sesión, ninguno de los dos comparecientes ha abierto la boca. Sí los ojos. Ramon Gironès Pagès, para mirar fija y silenciosamente a quienes le preguntaban, y Joan Anton Sánchez Carreté volviéndoles la cara en gesto de chulería y desprecio.
Ramón Gironès es el ex suegro de Jordi Pujol Ferrusola y, aun con problemas de salud, se le ha requerido para preguntarle por sus asuntos, pues está imputado por la Audiencia Nacional como posible mediador en una operación de compraventa de terrenos en l'Hospitalet de Llobregat, en favor de su yerno, que se saldó con comisiones del 3%. Hasta siendo ex suegro, el señor Gironés conserva todavía el aspecto de suegro. Un suegro como Dios manda, con jersey de pico, corbata por debajo, y asomando el cuello de la camisa azul con rayas blancas. La americana color pastos de antaño, idónea para el camuflaje en la jungla familiar. Cráneo pétreo y patillas perfiladas. Todo un suegro siciliano. Expuso que al encontrarse imputado se acogía a su derecho de no declarar, no contestó a ninguno de los portavoces y cuando éstos acabaron su ronda de intervenciones les felicitó por sus preguntas y les dijo le había gustado mucho cómo lo habían hecho.
Con la comparecencia de Joan Anton Sánchez Carreté, la sesión pasó de Leonardo Sciascia a Petros Markaris. Tan fielmente fue así, que al final el presidente de la mesa le dijo al señor compareciente que iba a prestarle la novela Pan, educación, libertad, del citado autor griego (quizás el más popular desde Homero). ¿Y qué pasa en la novela? Pues que aparece muerto un contratista corrupto que en su juventud había sido un rebelde izquierdista.
A Sánchez Carreté le ha requerido el Parlament en su calidad de asesor fiscal de Jordi Pujol desde el año en que se estrenó El sentido de la vida de los Monty Python (es decir, 1983), y también como experto, que lo es, en cuestiones fiscales. Pero bajo ninguna de estas dos personalidades se ha dignado el señor Sánchez Carreté a responder las preguntas de los diputados. Manifestó que se acogía al secreto profesional y, enmudecido tras una sonrisa de labios apretados a lo canalla, ni siquiera se prestaba a mirar a quienes le dirigían la palabra. El sobrenombre de camarada Lobato le viene de cuando militaba en el Partido del Trabajo de España, una escisión maoísta del PSUC. Ya en democracia, formó parte de las listas electorales del Bloc d'Esquerra d'Alliberament Nacional, que lideraba Xirinacs. Avanzada la Transición se hizo, como ya se ha dicho, asesor fiscal del entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol. Anduvo en los años del pelotazo con Javier de la Rosa en el asunto de KIO. Ahí le condenaron a dos años de cárcel y a una multa millonaria; pero, cuando el Gobierno de Zapatero, obtuvo el indulto, dicen que por mediación de su pariente, el diputado convergente en el Congreso, Sánchez Llibre. Ahora figura en la lista Falciani.
A los diputados les revolvía su silencio arrogante, recostado sobre la silla giratoria; pero a la vez eran incapaces de salirse de la chuleta de preguntas que se habían traído y se la recitaban cansinamente, descreídamente, con una resignación tan desoladora que daban ganas de cogerles del brazo y decirles: “Pero ¿para qué os han votado? Por favor, ¡haced algo!”. Se tenía la sensación de que nada fuese posible desde la política ante la chulería de los corruptos. Lo suyo no era un abismo de silencio, era un muro de silencio. Uno esperaba que dejaran atrás las preguntas que caían en el vacío y se atrevieran con las acusaciones para derribar ese muro. Lo intentó primero el portavoz republicano, que acabaría proponiendo al final de la sesión que se le vuelva a convocar. El portavoz de iniciativa le pidió que aunque no le contestase por lo menos le prestara atención, y siguió preguntando a la nada. Así uno tras otro, y de repente cuando, parecía que la comisión había sido domesticada por cansancio, por aburrimiento, por impotencia, por repetición de tantas sesiones tan parecidas, el portavoz de Ciudadanos, Carlos Carrizosa, tuvo la osadía de pasar a la acción y acusó directamente a Sánchez Carreté de cometer un delito, le amenazó con deducción de testimonio por desobediencia (es decir, ver si era delito de desobediencia su actitud), y así quiso ponerlo contra las cuerdas. La respuesta de Sánchez Carreté fue una sonrisa de superioridad, pero se la había guardado y se la cobró a la portavoz siguiente, que era Isabel Vallet, diputada de la Candidatura de Unitat Popular, la nueva izquierda. Fue ante las preguntas de Vallet, que ya no le pedía si no que le exigía la mirase cuando le preguntaba, cuando el viejo maoísta perdió el control y dijo: “¡Parece que estemos en la China!”.
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