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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El discurso de la reacción

Cuando el cambio alardea de no ser ni derechas ni de izquierdas, algo se ha perdido en la cultura del pensamiento crítico

Josep Ramoneda

El Papa Francisco le dice a Ángela Merkel que el deber de los jefes de Estado “es proteger a los pobres”. Y la canciller, nada amiga de recibir lecciones de nadie, le contesta “nosotros tratamos de hacerlo lo mejor posible”. Todos sabemos que es más fácil predicar que dar trigo. Y que los pontífices son profesionales insuperables en este ejercicio, pero la respuesta defensiva de Ángela Merkel testifica de la delicada situación que vive Europa. Amplios sectores de la ciudadanía, derrotados por los efectos de las políticas diseñadas por conservadores y socialistas, que les han hecho pagar una crisis que no provocaron ellos, creen que ha llegado el momento de romper con los partidos hegemónicos en las últimas décadas. La única respuesta que reciben es: “Prohibido salirse del guión oficial”.

De un modo confuso, se ha ido generando un cierto fatalismo del cambio. Y la escena política se ha convertido en un espectáculo de acción-reacción, entre partidos emergentes de signos y características diversas que aspiran a romper el status quo y los partidos institucionales dispuestos a defenderlo a toda costa. Los aspirantes, impulsados por la ola del cambio, buscan la ambigüedad que permita arrastrar a amplios bloques del electorado y los defensores del título se parapetan en un clásico argumento conservador: no hay alternativa.

En estas circunstancias, es interesante revisitar el libro del sabio economista Albert Hirschman La retórica de la reacción. Hirschmann describe las tres argumentos estructurales del discurso reaccionario o de respuesta a cualquier proceso de cambio: el efecto perverso, la inanidad, la puesta en riesgo.

Según la tesis del efecto perverso, “todo cambio que busque directamente mejorar un aspecto cualquiera del orden político, social o económico no sirve más que para agravar la situación que se quiere prevenir”. Es un argumento recurrente en Rajoy cuando habla de Podemos o del independentismo: “Otras cosas lo único que generan es inestabilidad, falta de progreso, retroceso y pérdida de bienestar”. Y si con este argumento no basta, sigue el de la inanidad: “Toda tentativa de transformación del orden social es vana, se haga lo que se haga, no cambiará nada”. El fatalismo conservador con el que Rajoy viene insistiendo: “Hacemos lo que hay que hacer y no se puede hacer otra cosa”. En fin, queda como remate, el discurso de la puesta en riesgo: las reformas “pueden poner en peligro preciosas conquistas y derechos precedentes adquiridos”.

Para la derecha, la voluntad de cambio siempre es sospechosa en la medida en que siente cuestionado el sistema de intereses y de poder que defiende

Contra cambio, el miedo a ir a peor, la inutilidad del esfuerzo (“sólo la estabilidad es garantía de futuro”), el riesgo de perder lo que ya tenemos. Para la derecha, la voluntad de cambio siempre es sospechosa en la medida en que siente cuestionado el sistema de intereses y de poder que defiende.

Lo que sorprende en la coyuntura actual es cómo gran parte del viejo progresismo mediático, político e intelectual, quizás por los fracasos cosechados a lo largo de muchos años y por la cruda comprensión de que el mundo no ha sido como lo esperábamos, despliega sin pudor la misma actitud reactiva contra las pulsiones de cambio que apreciamos en la derecha: atacar antes de preguntar. En realidad, ya el propio Hirchsman advierte que el discurso reaccionario no es exclusivo de la ideología conservadora (y que la izquierda también actúa como tal).

El rechazo a la idea de cambio liquida el pensamiento progresista que se basa en la presunción de que es posible mejorar la condición civil, política y social de los ciudadanos. Y acostumbra a llevar incorporada una cierta pérdida del sentido crítico, porque la aceptación del status quo es una forma de claudicación ante la injusticia flagrante que obliga a comulgar con ruedas de molino. Con razón Hirchsman advierte de que el pensamiento progresista también tiene sus propios mecanismos reactivos: por ejemplo, la absurda idea de que no tiene sentido oponerse al cambio porque va en el sentido de la historia y este siempre se acaba imponiendo. Hace ya mucho tiempo que sabemos que la historia como avance permanente hacia la redención es un mito tan fatalista como el de la inanidad de las reformas. Cuando los que se han hecho con la bandera del cambio alardean de que no son de derechas ni de izquierdas, algo se ha perdido en la cultura del pensamiento crítico.

En la estrategia de la acción-reacción, “el verdadero objetivo”, dice Hirschman, “es encontrar el argumento que mata”. Y esta intransigencia nos aleja de un debate más “filodemocrático”. “Una democracia afirma su legitimidad en la medida en que sus decisiones son determinadas por una discusión completa y pública”. La reducción de la política a lo reactivo, la convierte en una nada democrática lógica de defensa y asalto del castillo. Hay en estos momentos infinidad de razones para el cambio que merecerían ser discutidas. Y, sin embargo, el espectáculo queda reducido a la defensa reaccionaria del status quo contra todo lo que se mueve frente a la conversión del cambio en fin en sí mismo. Entre el papanatismo del cambio y el fanatismo de la reacción debería haber espacio para la razón democrática. Pero la izquierda deja de serlo si renuncia a cambiar las cosas.

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