El exadministrador de la catedral de Santiago ocultó los robos de dinero
Nunca informó al cabildo, y en 2010 puso una cámara para cazar al ladrón
El descontrol sobre el río de dinero que ha entrado en la catedral de Santiago durante años afloró ayer, en la tercera sesión del juicio por el robo del Códice Calixtino, gracias, precisamente, a las declaraciones que prestaron varios canónigos en calidad de testigos. Según los diarios del principal acusado, Manuel Fernández Castiñeiras, las presuntas sustracciones se habrían sucedido de forma continuada desde septiembre de 2000. Y el que fue administrador entre marzo de 2002 y febrero de 2011, Manuel Iglesias, detectó el primer gran “desfase” contable, en los dineros que guardaba en la caja fuerte, en agosto de 2003. Desde entonces, año tras año y en sucesivos arqueos, una docena a lo largo del tiempo, el religioso responsable de las millonarias cuentas de la casa comprobó que todos los ejercicios faltaban grandes cantidades, pero nunca dio la voz de “alarma”. Primero, según contó, pensó que se trataba de un “error”. Luego, tuvo la “convicción” de que alguien más que él tenía las llaves de las dos puertas que cerraban su despacho, un espacio “privado, particular, exclusivo” que guardaba con celo y donde prácticamente no dejaba entrar a nadie. Esas llaves “siempre” las llevaba él “en el bolsillo” y jamás las prestaba.
El secreto del abismal “descuadre” detectado entre lo recaudado en las colectas y las entradas de las visitas al Museo y las Cubiertas, y lo contabilizado después, cuando el dinero salía de la caja fuerte del administrador para ser ingresado en una cuenta del Santander, solo era conocido por Iglesias y su directo colaborador, el contable del Arzobispado. Dice que no informó al cabildo, el gobierno de la basílica, para no “levantar inquietud”.
Pasó el tiempo, y no fue hasta finales de 2009 cuando eligió el método para “descubrir” al intruso: mandó instalar una cámara en un ángulo de su despacho, enfocando directamente a la caja de seguridad. “Abrigaba la esperanza de que yo mismo podría identificar al que sacaba dinero”, explicó. A esas alturas ya “sospechaba” por indicios de Castiñeiras. Otro canónigo, Juan Filgueiras, había sorprendido al electricista durante una misa abriendo el armario de las colectas en la capilla de la Corticela, igualmente cerrada con llave. Y también lo habían descubierto un mediodía “manipulando dinero” en el Seminario Mayor, de donde fue despedido inmediatamente por Segundo Pérez, hoy deán y archivero.
Su decisión de instalar la cámara tampoco se la comunicó al cabildo. Solo al deán, entonces José María Díaz (el archivero al que supuestamente Castiñeiras robó el Códice por “revancha”), aunque a este ni siquiera le reveló la cantidad exacta que faltaba, solo que eran sumas “considerables”, y le pidió que no contase a nadie su plan. En la caja blindada guardaría las divisas que dejaban los peregrinos en el cepillo y entre 1.200 y 3.000 euros como “cebo”. Pero el grueso del dinero, antes de mandarlo al banco, lo custodiaría desde entonces en la otra caja de su despacho, en la que nunca echó nada en falta.
El grabador falló, pusieron otro y se perdió la clave para activar el visionado
Finalmente la cámara fue instalada en 2010, pero enseguida falló y le colocaron otra. El instalador le dio una clave. Era necesario introducirla para visionar lo que estaba grabado. Pero al administrador le llegó el relevo en el cargo en febrero de 2011 sin haber llegado a comprobar los vídeos con los que hubiera delatado al que se colaba en su despacho muchos meses antes de desaparecer el Códice.
Al tribunal que juzga estos días al electricista, su esposa y su hijo, le rechina tanta pasividad ante los robos. El juez que lo preside, Ángel Pantín, llegó a afearle al exadministrador lo impreciso de su relato: “No encaja... Usted dice que notaba que faltaba muchísimo dinero y la solución que encontró fue instalar una cámara para cazar al ladrón, pero tardó una cantidad de tiempo desmesurada y no entendemos por qué”. El magistrado se interesó, además, por los métodos que utilizaba para “arreglar los desfases”. “Se hacían ajustes a tanto de alzada y se regularizaba la caja”, contestó.
Cuando Iglesias le pasó los bártulos al siguiente administrador, el canónigo Luis Otero (responsable de las cuentas hasta 2012), según testificó este en su turno, no le comentó que “faltase dinero”, “solo que tenía la sospecha”. También le entregó la clave de la cámara, pero Otero no intentó ver lo que había registrado y “además, la clave se extravió”. Tras el robo del manuscrito, y cuando los investigadores ya habían sido informados por Iglesias del desfase y de la existencia del grabador, la policía tuvo que enviar el aparato a sus expertos en Madrid. Los únicos que lograron el visionado de la memoria interna sin necesidad del código secreto.
“No encaja”, le dijo el juez, “no entiendo cómo tardó tanto” en poner remedio
Otero contó también que él nunca notó que faltase dinero, aunque lo cierto es que no pudo hacer balance porque se esfumaron de su despacho carpetas contables que luego aparecieron en casa de Castiñeiras. A él le siguió dando Iglesias los billetes ya contabilizados, en bolsas blancas; y se limitaba a guardarlas. El día que detuvieron al electricista, Iglesias confesó al fin a compañeros, según Daniel Lorenzo (otro canónigo que testificó), que “había detectado descuadres, pero que no le daba credibilidad porque creía que no podía entrar tanto dinero en la catedral”.
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