Balada triste de Ciutat Meridiana
Hemos fijado el imaginario del Raval como zona cero, pero estoy segura de que aquí lo pasan peor
Vuelvo a Ciudad Meridiana: en tren, porque el trayecto es más rápido, esto ya connota suburbio. Vine cuando se empezó a hablar de Villa Deshaucio, hace unos años, y coincidía con una campaña electoral pero sólo había un mitin de ICV, los otros partidos se habían borrado. Ahora estoy en la plaza Roja, una plaza rara, cerrada por los bloques altísimos, con juegos infantiles correctos. Se llama así por voluntad de los vecinos, que estaban pensando en Moscú, y fue bautizada en 1991, porque se arregló con el impulso de los Juegos Olímpicos, esa ola benéfica que pasó por la ciudad. Unos años antes, en 1987, cuando Barcelona se proclamó ganadora, en Ciutat Vella empezó una campaña que dijo: “Aquí hi ha gana”. Fue una bofetada. Barcelona encaraba el proyecto más importante y una gente lanzaba un grito de alerta: o todos o ninguno, venían a decir.
Pasqual Maragall se enfadó tanto que en sus memorias, muchos años después, dejó escrito que la campaña fue un infundio convergente, aprovechando la inseguridad motivada por la droga, que en los 80 corría destemplada por los barrios viejos. No es cierto: en aquella Barcelona había mucha gente con hambre, pobreza enquistada, hasta tuberculosis. Hubo solidaridad inmediata —recuerdo a Pilar Mercader inventando empresas para los pobres— y después la fiebre ascendente hizo el resto. La solución es poner a la ciudad en marcha. Ciutat Vella encaró su reforma integral, que se tradujo en gentrificación con las burbujas inmobiliaria y turística, pero fue precisamente el Casc Antic, donde empezó la campaña, lo que quedó a medias. El Forat de la Vergonya, un huerto vergonzante, en fin.
Resulta que al repasar los índices de Ciutat Meridiana nos topamos con la pobreza perfecta. La inmigración más reciente, menos estudios, más desórdenes familiares —embarazos adolescentes, por ejemplo—, más pirmis, más inestabilidad. Nou Barris es el distrito más castigado de la ciudad. Hay un excedente brutal de trabajadores no cualificados. La solidaridad ayuda, claro que sí, y las entidades que no paran de reclamar y la administración no está nada ausente, pero la solución sigue siendo poner en marcha la ciudad. A veces pensamos que la pobreza, o la escasez, es El Raval, pero en El Raval se concentra la mayor presencia de gente que ayuda a los demás. Hemos fijado el imaginario de El Raval como zona cero, pero estoy segura de que en Ciutat Meridiana lo pasan peor. Me dijo una vez un dirigente de la comunidad musulmana: no nos importa el euro por receta —era ese momento— porque uno no está siempre enfermo, pero si recortan las ayudas sociales tendrán un problema. Están habituados a tener apoyo en todo, el Raval es así.
Camino por Ciutat Meridiana. Busco luces de Navidad: las hay, contadísimas, sobre la vía principal, Rasos de Peguera, una especie de cinturón que va subiendo por el cerro. El barrio es como una favela, pero con bloques de diez pisos, alineados en poco espacio. Han puesto escaleras mecánicas y ascensores por todas partes. La leyenda dice que costó instalar las escaleras porque de noche robaban las piezas y al día siguiente había que volver a empezar. Ahora todo funciona. El ascensor habla en catalán, tiene gracia. Pasa raudo un conductor temerario, de esos que encuentran en el coche su única identidad. Un cartel reivindica a los encausados por los destrozos en el local de servicios sociales, hace un mes; buscan impunidad como tienen impunidad los bancos, ese es el discurso. Miro la foto y esos hombres, embistiendo como el toro, dan miedo. Cuando llego al confín del barrio, me encuentro con seis autopistas, seis contando el carril VAO que yace mudo e inútil como un cadáver exquisito. Al fondo creo adivinar las luces de la cementera de Montcada.
El barrio está solitario, pero no hay ninguna sensación de peligro. Debe de haber alguna pelea, hasta alguna navaja, pero nunca hubo aquí población conflictiva. Hay una población doliente que es como cualquiera de nosotros. Somos iguales. Eso es la cohesión social: que ningún pedazo de la ciudad se descuelgue, que haya una continuidad delicada entre los más pobres y los menos pobres y los siguientes en la escala. Es lo que se está rompiendo. Miro la biblioteca, espléndida, sobre la colina: no tiene nombre de ningún personaje. Durante muchos años, todos los años, se confundió la dignificación con los equipamientos, la movilidad y el espacio público. La piedra. Se dejó de lado preparar a las personas para pillar la primera oportunidad, eso ya lo hacía el mercado. Ahora se pagan las consecuencias porque el mercado ha dejado de existir.
Hay solidaridad, hay entidades, hay servicios sociales, pero falta el cemento que mantiene unida la ciudad, que es la riqueza más o menos compartida. Vuelvo a casa en metro, un metro profundísimo, insondable. Jaume Collboni pide que el Estado mande el Senado a Barcelona. Ah, bueno.
Patricia Gabancho es escritora
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