Otoño
Se abrió la temporada de otoño del Palau de la Música con un concierto 'in memoriam' del recientemente fallecido Lorin Maazel
Se abrió la temporada de otoño del Palau de la Música con un concierto in memoriam del recientemente fallecido Lorin Maazel (marzo 1930 – julio 2014). El programa de mano incluía un breve texto de Mayrén Beneyto, presidenta del auditorio, dedicado al maestro. Hablaba allí de las sesiones que había protagonizado Maazel en esa misma sala (trece desde el debut, en 1990), al frente de formaciones como la Orquesta Nacional de Francia, la de la Radiodifusión bávara, la Filarmónica de Israel o la Philharmonia Orchestra. Sin contar, por otro lado, el fructífero trabajo de Maazel en la selección y dirección de la otra orquesta, la de la ópera valenciana, de la que fue director titular. Lo cierto es que se echa en falta esa feliz “familiaridad” que el público había ido adquiriendo, desde finales de los 80, con nombres de la talla de Maazel o Zubin Mehta, por no hablar de Sinopoli, Harnoncourt, Chailly, Barenboim, Ozawa, Gardiner, Gergiev y tantos otros. Tal familiaridad va desapareciendo al compás de la crisis, y las perspectivas actuales no son halagüeñas.
En el Palau de la Música el peso de la programación de este otoño cae, salvo contadas excepciones, en la Orquesta de Valencia, con Yaron Traub al frente, quien finaliza su contrato dentro de un año. En el Palau de les Arts habrá que ver lo que sucede con una agrupación desmantelada y voluntariamente descabezada por parte de las administraciones central y autonómica. Se tiene, pues, la sensación del déjà vu, con una ciudad que retorna a los años setenta u ochenta, sin casi ópera representada, sin apenas orquestas o batutas de fuera que estimulen y planteen retos a las agrupaciones locales, con la necesidad de acudir a las óperas en versión de concierto –pese a disfrutar de uno de los teatros de ópera más espectaculares de Europa-, cuestionándose las importantes obras que se hicieron en el Palau de la Música (2002) para compaginar el trabajo de la orquesta residente con las formaciones extranjeras que constantemente lo visitaban, sin apenas música de cámara, etc. En definitiva: se hace ahora más penoso que antes retroceder en la calidad y la diversidad interpretativa, porque contamos con unas infraestructuras que no existían hace cuarenta años y a cuya falta se achacaba el mal funcionamiento de todo.
Orquesta de Valencia
Yaron Traub, director. Nancy Fabiola Herrera, mezzosoprano. Obras de Montsalvatge y Mahler. Palau de la Música. Valencia, 17 de octubre de 2014.
Es otoño, pues, en la programación y en las perspectivas. Seguramente, también, en el brío de la Orquesta de Valencia, porque es difícil tocar un programa como el del viernes (las Cinco canciones negras de Montsalvatge y la Quinta sinfonía de Mahler) con tan poca garra, pese a estar llena la sala hasta la bandera. En el primer caso, la mezzo Nancy Fabiola Herrera fue interpretándolas sin ese perfume, a la vez popular y sofisticado, que piden a gritos. Por otra parte, las notas graves resultaron tapadas con frecuencia por la orquesta. El registro central y agudo se escucharon muy bien, sin embargo. Tampoco Traub la acompañó con el idiomatismo que necesitan esas delicadas miniaturas antillano-españolas pasadas por la óptica de un francés (la influencia de Ravel es notoria) y cristalizadas por el catalán que las firma. Las Canciones negras, pues, se resolvieron en colores grises. Por suerte, se ofreció un bis que aportó el siempre deseado encanto de lo poco conocido. Nancy Fabiola Herrera regaló una “sexta” canción negra que no se incluyó, en su día, con sus cinco compañeras. Se trata de una nana quizás algo menos perfilada que las otras piezas del ciclo, pero suficientemente atractiva como para sacarla del olvido.
La Quinta Sinfonía de Mahler ocupó la segunda parte del concierto. Es esta una pieza cuya popularidad –y también su propia cruz- derivan de su utilización en Muerte en Venecia, la famosa película de Visconti. Difícil resulta escuchar su Adagietto sin recordar a Tadzio y sus almibarados –a pesar del cólera- entornos. Nos cuesta entonces eliminar esa trama y ligar el Adagietto al resto de la sinfonía, reubicándolo entonces como una órbita que gira hacia ninguna parte junto a los otros movimientos, en un contexto destructivo y sin esperanza. Sea por influjo del film o por cualquier otro motivo, la Orquesta de Valencia lo leyó con más tensión que el resto. Un resto que, como en Montsalvatge, se iba desgranando sin que, en realidad, pasara nada. Eso sí: sería injusto no destacar la encomiable labor de los solistas de trompeta, tuba, timbales, arpa y trompa. Entre otros.
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