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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El retrovisor democrático

La democracia se traiciona cuando se convierte en una maquinaria destinada a maximizar expectativas individuales

Los mejores conductores, especialmente cuando el tráfico es denso, son aquellos que saben concentrarse en el trayecto sin dejar de usar constantemente el retrovisor. Para decidir si debemos aumentar o reducir la velocidad, a no ser que estemos solos en la carretera, lo cual es poco frecuente, necesitamos no solo valorar las características del trazado sino observar lo que sucede a nuestro alrededor. Conducir es un ejercicio que nos exige una mirada periférica y, consecuentemente, el retrovisor desempeña un papel clave.

Esta simple lección automovilística debería trasladarse a otros ámbitos. Hoy, situándonos ya en el tema que nos ocupa, estamos conduciendo nuestra maltrecha democracia hacia un nuevo escenario de calidad y profundización democrática. Si mantenemos el rumbo sin vacilaciones alcanzaremos, por fin, lo que algunos denominan una democracia real. La democracia heredada —aquella que estamos dejando atrás— se nos presenta como un cuerpo putrefacto; carcomido por la corrupción y el engaño sistemático a la ciudadanía. Debemos, pues, romper con los lastres del pasado; arrancar sin miramientos el retrovisor y concentrarnos en un horizonte donde aparecen movilizaciones ciudadanas, consultas populares, leyes de transparencia, asambleas multitudinarias y ágoras virtuales.

Comparto plenamente el entusiasmo del conductor para llegar rápidamente a este escenario de regeneración democrática, pero me atrevo a sugerirle que vuelva a colocar el retrovisor en su sitio. Me atrevo a recordarle —y espero no ser impertinente— que una conducción segura requiere de una visión periférica capaz de combinar la concentración hacia lo que tenemos delante con la atención hacia lo que dejamos atrás. Y me atrevo, finalmente, asumiendo el riesgo de resultar un tanto pedante, a recodar dos frases de Aristóteles quien, desde un pasado muy remoto, puede ayudarnos a construir nuestros proyectos de futuro.

Aristóteles, en primer lugar, afirmaba que “jamás el más sabio de los hombres podrá alcanzar la sabiduría de muchos hombres”. Nunca con tan pocas palabras se han definido tan certeramente los argumentos que justifican nuestros persistentes esfuerzos democratizadores. Aristóteles nos presenta la democracia como una forma de tomar decisiones donde el diálogo entre personas (en plural) genera una inteligencia colectiva que no se encuentra cuando las decisiones las toma una persona (en singular). Esta es la fuerza de la democracia.

Aristóteles afirmaba que “jamás el más sabio de los hombres podrá alcanzar la sabiduría de muchos hombres”

Aquello que justifica la esencia democrática, por lo tanto, y tenemos que hacer esta afirmación con mucha delicadeza, no es su capacidad para escoger entre dos o más contendientes sino la posibilidad de generar una decisión a partir de la interacción entre las partes. No estoy insinuando que votar no sea democrático, ni mucho menos. Lo que estoy afirmando es que el momento electoral debe ser el resultado de un momento deliberativo y no de una simple confrontación. Los referéndums son herramientas que refuerzan nuestra calidad democrática, sin duda; pero lo son a condición de que no anulen nuestra capacidad de diálogo, de que no se conviertan en un simple campo de batalla donde medir las fuerzas de unos y de otros. Y cuando hablo de diálogo, descarto el conocido diálogo de sordos. Gran Bretaña y Escocia nos han dado, en este sentido, una buena lección de democracia.

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Aristóteles también afirmaba, en segundo lugar, que “ciudadano es aquel que sabe gobernar y ser gobernado”. Una frase breve y extraordinaria para recordarnos aquello que podemos y aquello que no podemos esperar de la democracia. Podemos esperar que nos permita (incluso que nos obligue a) involucrarnos en las actividades de gobierno, en la toma de decisiones. Pero no podemos esperar, en cambio, que se gobierne siempre según nuestros intereses o nuestras prioridades. La democracia, expresándolo con otros términos, no está pensada para satisfacer las expectativas de una persona (en singular) sino para gobernar una comunidad (en plural). Debatir, votar y celebrar los resultados de la votación —sean los que sean— es, otra vez, lo que confiere fortaleza democrática al proceso escocés.

La esencia de la democracia, y de nuevo debemos tratar este tema con delicadeza, se traiciona cuando la ponemos al servicio de los ciudadanos en singular, cuando se convierte en una maquinaria destinada a maximizar las expectativas de personas individuales. Y esta traición se da hoy con excesiva frecuencia por una razón muy simple: se ha impuesto una visión —defendida por algunos economistas— según la cual las personas se comportan como egoístas maximizadores de sus intereses particulares. Quizá tengan razón, pero entonces olvidémonos de profundizar la democracia y conformémonos con su maltrecha forma actual.

Debemos ser audaces y alcanzar el futuro sin complejos, efectivamente. Pero también es recomendable dar algún vistazo al retrovisor democrático. Veremos, a lo lejos, al viejo Aristóteles ayudándonos a avanzar sin traicionar la esencia de una democracia que es algo más que un instrumento para escoger a los que son más y para servir los deseos de aquellos que, al menos aparentemente, pagan sus impuestos. La democracia nos exige diálogo y compromiso colectivo, que no es poco.

Quim Brugué es catedrático en Ciencias Políticas de la Universitat de Girona

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