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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La excepción como norma

Para el soberanismo resulta irrelevante que lo que aquí se intenta hacer no tenga paralelismo en ningún otro país comparable

Una de las mayores dificultades que presenta el debate político en Cataluña en los últimos tiempos es la de encontrar un marco de racionalidad aceptable por todas las partes. Las discusiones, como cualquier lector habrá tenido sobradas ocasiones de comprobar en su propio entorno, giran de manera prácticamente indefectible alrededor de unos pocos argumentos (casi siempre los mismos), los cuales, por añadidura, acostumbran a presentar un carácter extremadamente táctico, sin apenas referencias a propuestas políticas de una mayor envergadura y, muchísimo menos, de contenido definido.

Este bloqueo en lo más inmediato ha terminado por consolidar un lenguaje de lo obvio, de lo pseudoevidente y, en todo caso, de lo indiscutible. Los eslóganes se han ido deslizando del derecho a decidir al queremos votar, y de ahí al queremos ser un país normal, hasta convertirse en su conjunto en el rumor de fondo permanente en el espacio público catalán, en el que han sido franca minoría las voces que consideraban necesario someter a crítica la ausencia de fundamento, cuando no el carácter abiertamente autocontradictorio de tales eslóganes.

Acerca de los dos primeros, los que llevan más tiempo en circulación, algunas cosas ciertamente relevantes ya han sido, con todo, señaladas. Francisco Laporta, por señalar una de las aportaciones más recientes, publicaba en este mismo diario (26/05/2014) un esclarecedor artículo titulado La distorsión del ‘derecho a decidir’, en el que analizaba con precisión e inteligencia la inconsistencia teórico-política del eslogan en cuestión. Y qué decir respecto al supuesto deseo de votar del pueblo de Cataluña, cuando hace un par de meses tuvo la oportunidad de hacerlo, apenas año y medio después de las últimas elecciones autonómicas, las cuales, a su vez, ya habían sido adelantadas, celebrándose a menos de dos años de distancia de las anteriores. No parece que sea el deseo de votar —así, a palo seco, que es como se intenta proyectar el eslogan más allá de nuestras fronteras— lo que los ciudadanos catalanes ven frustrado.

En los últimos tiempos, sin duda por la proximidad del referéndum escocés, el eslogan que se está difundiendo con mayor intensidad es el desmenuzado brillantemente la semana pasada en estas mismas páginas por Francisco Morente: el de que Cataluña a lo que aspira, sencillamente, es a ser un país normal, donde normal significa ser... como Escocia. Al margen de que, según han señalado multitud de historiadores, los casos de España y Reino Unido (de ahí su nombre) sean por completo heterogéneos, llama la atención que se denomine normalidad a lo que es, en realidad, absoluta y completa excepcionalidad.

Se ha repetido hasta la extenuación que solo dos países en el mundo contemplan constitucionalmente la posibilidad de secesión: San Cristóbal y Nevis, dos islas antillanas que comparten Estado, y Etiopía, pero el dato es desestimado como si la entera totalidad de naciones constituyera la excepción y los casos señalados, junto con el de Escocia, la norma.

Es cierto que durante un tiempo pareció que el antecedente favorito para la situación catalana era el de Quebec, pero, casi de golpe, se ha dejado de hablar de él entre nosotros. Tal vez el silencio tenga que ver no solo con las lecciones que en la provincia canadiense se han extraído de la experiencia de dos referéndums (el político canadiense Stephan Dion no dudaba en calificar sus efectos como devastadores para cualquier comunidad), sino, tal vez sobre todo, con la salida clara que se terminó proponiendo para intentar acabar con las ambigüedades y confusiones que no hacían más que envenenar la vida política quebequesa, claridad que, a la vista de las preguntas que proponen a la ciudadanía catalana, no termina de entusiasmar a nuestras autoridades autonómicas.

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Pero, insistamos, para el discurso hegemónico en estos momentos en Cataluña resulta de todo punto irrelevante el hecho de que lo que aquí se está intentando llevar a cabo no encuentre paralelismos en ninguno de los países con los que, supuestamente, nos gustaría compararnos. Tanto da. A los representantes de este discurso sea lo que sea lo que ocurra siempre les ratifica en sus puntos de vista. Así, por señalar un ejemplo bien próximo, no ha faltado quien ha interpretado el sonoro portazo de Merkel como prueba del éxito de la internacionalización del procés.

En efecto, quienes consideran que son ellos los que, con su práctica, fundan verdad y sentido, no aceptando la posibilidad de que haya ninguna instancia exterior con la que entrar en comparación, ni criterio universal alguno que permita acreditar falsedad o absurdo, nada encuentran más lógico que creer que ellos solos pueden constituirse (o que se han constituido ya, qué caramba) en punto de referencia, ejemplo o, como poco, interlocutores en pie de igualdad del mundo por entero.

Probablemente a partir de aquí se comprenda mejor la afirmación “el mundo nos mira”, de salida un tanto sorprendente, que gusta de reiterar Artur Mas. Ya tienen ustedes la clave. Si esto no es una prueba inequívoca de ensimismamiento, que venga Dios y lo vea.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.

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