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Tribuna
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El catalán escarmentado

Se ha perdido lo más importante y no, no es el afecto, que va y viene. Lo que se ha agotado es la confianza

Durante años, lustros y décadas, cualquier conversación sobre la independencia de Cataluña se podía desactivar o desacreditar con la eterna excusa del nacionalismo burgués y sus múltiples derivadas: la herencia totalitaria, la matriz clasista decimonónica, la abducción ideológica en las escuelas, el carácter excluyente de nombres y apellidos o, ya puestos, la formación de espías o el poder de los oligarcas de Òmnium, por citar algunas de las que llegan hasta nuestros días. Repetir lo mismo desde hace tantos años, aparte de no ofrecer nada nuevo, solo ha servido para vacunar a tantísima gente —burgueses ellos— que recela y huye del agua, por fría que esté.

La primera inyección la pusieron los mismos que repetían que la enseñanza del catalán era una muestra de imperialismo, intentaban e intentan que desapareciese de las escuelas, humillando su nombre con lapaos y promoviendo el secesionismo lingüístico o la segregación del alumnado. El silencio de escritores y académicos españoles ha sido tan constante y desolador que nadie cree que pueda contar con ellos. Pudo haber sido, no fue y sabemos que no será. El Estado jamás ha percibido la cultura catalana como propia: la ha tratado como un elemento patógeno y extraño que hay que combatir más que conllevar.

Un segundo pinchazo, anual, lo ha dado la negativa reiterada a reconocer y corregir el déficit fiscal. La estrategia ha sido tan burda que los resultados eran previsibles. Primero se consolida el déficit, después se niega que exista, se ocultan las balanzas y, al fin, cuando tenemos las cuentas claras, en el peor de los casos, se niega el mismo concepto de déficit. Lo que es difícil de negar es el estado de algunas infraestructuras o su inexistencia. Entiendo a los unionistas del puente aéreo porque les salimos muy rentables, pero los demás tenemos que pagar para que nos suban la barrera del autopista y, cada vez más, la de la sanidad o la de la educación. Esa vacuna es permanente, diaria no necesita dosis de recuerdo.

Las demandas de incremento de autogobierno han sido despachadas con la estructura humillante y renovada del peix al cove, esto es, un cortoplacismo extremo que demostraba que no había proyecto más allá de un ir tirando constitucional: dales algo y que se callen o, al otro lado, mirad lo que traigo y callad. La campaña de vacunación ha sido masiva. Se sabía de antemano que no era posible ir más allá de una lectura interesada de la Constitución y se jugaba con el techo de cristal.

El cortoplacismo del 'peix al cove' demostraba que no había proyecto más allá de un ir tirando constitucional: dales algo y que se callen o, al otro lado, mirad lo que traigo y callad

Más que pastillas han sido unas ruedas de molino, un trágala constante. Tenemos la píldora contra las bajas pasiones, contra las intimidaciones que profiere el ministro Fernández Díaz y sus amenazas con el yihadismo, las mafias y la corrupción; la gragea contra el miedo de las fronteras con foso de cocodrilos y espacio exterior que describe el ministro Margallo; la costumbre que inmuniza contra la importancia de los apellidos, yo qué sé si Serés viene de Jerez, qué nivel… Se advierte tanto sobre la fractura social que parece que de verdad se desee, se habla tanto de la manipulación de las élites que uno llegaría a creer que han hecho un tótem de Pijoaparte y que necesitan siempre el mítico y avaro empresario textil para justificarse y existir hasta cuando éste ha desaparecido…

Es cierto, también nos hemos vacunado contra el país de las maravillas del superindependentismo. Sabemos que Fèlix Millet mutará dentro de unos años en director de algún organismo autónomo y que la Constructora SA continuará acechando a los que se mueran de ganas de ser acechados.

Llevamos un calendario de vacunación completo y el efecto va a ser permanente porque la dosis empacha. La obligación de pagar seis mil euros a quien escolarice a sus hijos en castellano la podemos poner al lado de tantas familias que no pueden escolarizar a sus hijos en catalán en el País Valenciano o en la Franja. ¿De verdad se creen que de la noche a la mañana se va a respetar una lengua y una cultura que recibirán mañana un agravio y el día siguiente un desprecio? ¿Hay alguien que piense que es posible que el Estado conceda un trato fiscal más justo? ¿Cómo van a resultar creíbles las constantes apelaciones al federalismo si socialistas y populares han sido incapaces de federalizar sus propios partidos? ¿Cómo vamos a confiar en Guanyem cuando quiere decidir sobre todo pero demuestra una intermitente flaccidez cuando se trata de decidir la relación con el Estado? Decidir sobre el recibo del agua está muy bien, aunque se haga de la mano de los ideólogos de la desalinizadora del Prat, ICV, pero además de ser un poco insípido, puede convertirse en nueva vieja política a toda prisa. Anda que no hemos visto veces esa película.

El catalán ya no está emprenyat, está escarmentat. Se ha perdido lo más importante y no, no es el afecto, que va y viene. Lo que se ha agotado es la confianza. No es que nos hayamos quedado sin saldo, es que estamos en concurso de acreedores por falta de credibilidad, la fábrica ha cerrado las puertas por escarmiento reiterado.

Francesc Serés es escritor

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