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El lado menos glamuroso de Azca

Ruido, peleas e inseguridad emborronan la fama de los locales subterráneos de la zona

Uno de los pasadizos de los bajos de Azca.
Uno de los pasadizos de los bajos de Azca.Santi Burgos

De día es uno de los centros de negocio más importantes de Madrid, donde abundan los comercios y pasean centenares de ejecutivos trajeados. De noche, el entramado de pasadizos subterráneos de Azca —la manzana de torres entre Nuevos Ministerios y el Santiago Bernabéu— se convierte en un centro de ocio nocturno con una fama poco recomendable. La llamada viene de la calle de Orense: “Si quiere mambo, descienda las escaleras”, reza un cartel pegado en la pared. Abajo, discotecas y prostíbulos comparten espacio con establecimientos de comida rápida, saunas y una parroquia evangélica.

El Ayuntamiento anunció recientemente su intención de acabar con los bares de los subterráneos de Azca, además de modernizar la zona con dinero privado, para “limitar determinados usos terciarios que son motor de problemas”. Los dueños de los locales aseguran que el proyecto municipal es “represivo” y coarta la libertad de los jóvenes. Quienes sí lo apoyan, en cambio, son los vecinos de la calle de Orense, que llevan años quejándose del ruido y los episodios violentos que generan las bandas urbanas. “Ponen la música en el coche a un volumen insoportable y bailan y gritan hasta la madrugada”, se queja Antonio Aroca, un residente que cansado del estrépito se gastó 6.000 euros en insonorizar su casa.

Siempre nos toca dar un manguerazo a la entrada para apartar condones y vómitos Propietario de Arabic Nights

Es viernes por la noche y la fauna nocturna empieza a llegar a los bajos de Azca. La suciedad se esconde en cada rincón y raro es el banco que no está coronado por una lata de cerveza vacía. “Siempre nos toca dar un manguerazo a la entrada para apartar condones y vómitos”. Lo dice Gonzalo Díaz, abogado y propietario de Arabic Nights, una tetería medio escondida entre un bar de copas y un burdel. El interior es acogedor: luz tenue, sillones cómodos, música chill-out.

Al fondo, Eduardo Onieva y sus colegas se arremolinan en torno a una cachimba. Después de una década en el barrio, los callejones de Azca son parte de su itinerario. La primera vez que llevó a unas amigas le preguntaron si iba a violarlas. “Aquí siempre hay gente buscando bronca. Hace poco nos tocó pegarnos con un grupo de ultraderecha; dijeron que teníamos pinta de rojos”, relata este estudiante de ingeniería de 19 años. Fuera, en el parquecito donde el joven jugaba al fútbol cuando era pequeño, varios latinos se parten la cara a puñetazos con la excusa de que uno de ellos practica boxeo.

Durante los ochenta, el subsuelo de este pequeño Manhattan —1.800 vecinos, 27.000 trabajadores y un tránsito diario de 100.000 personas— fue una zona de discotecas para gente pija. Pichurri, Apple, La Máquina y Keros eran entonces los clubes de moda. Sus laberínticos pasadizos, tan de espaldas a lo que hoy es el formato de ciudad española, la ausencia de atractivo turístico y el auge de la inmigración en 1998 llevaron a la mayoría de los locales a cerrar o a convirtirse en discotecas para latinoamericanos.

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La manzana tiene 1.800 vecinos, 27.000 trabajadores y un tránsito diario de 100.000 personas

La alegre música caribeña que se escapa por la puerta de la discoteca Nuit contrasta con la sordidez y la peste a orín de los pasadizos subterráneos. María Rosa Gilabert, de 19 años, y sus dos amigas se dirigen para allá. Todas visten minifalda y van demasiado maquilladas. “Por aquí no vengo sola ni de coña”, dice sin prácticamente nada de acento. El portero, una especie de Men in Black venido a menos, las deja pasar. En un recoveco en plena calle, una pareja sacia sus instintos más primitivos.

“Esto lo encuentras todas las noches”, apunta el encargado de Estudio Latino. Dentro, los primeros fiesteros bailan y beben cerveza. Suena bachata. “Con todo, hay menos alboroto que antes, pero porque viene menos gente. Desde que ocurrió aquello el flujo de personas ha disminuido”. Se refiere a Ramón Emilio León, un ecuatoriano que fue asesinado en los pasadizos en 2006. En el mismo sitio donde el inmigrante encontró la muerte, una veintena de mendigos ha hecho del asfalto su colchón. En cuanto el sol despunte recogerán sus bártulos y abandonarán la zona, que volverá a ser transitada por centenares de ejecutivos trajeados.

El blindaje va más allá

El Ayuntamiento piensa declarar los bajos de Azca como Zona de Protección Acústica Especial, un estatuto legal que restringe la apertura de nuevos locales de ocio y los horarios de los ya existentes. Este blindaje lo extenderá, además, a los aledaños de la avenida de Brasil, un poco más al norte. “Los problemas de orden público y los focos de marginalidad que existen en los callejones de Azca no pueden confundirse y extenderse al bulevar de la avenida de Brasil, donde la oferta de ocio está plenamente integrada en el barrio”, opina molesto Javier Moyano, presidente de la asociación de hostelería de este área. Un viernes cualquiera, sin embargo, sus alrededores son un hervidero en comparación con los lúgubres laberintos de Azca. Pasada la media noche, la gente se arremolina a la entrada del club Moby Dick, mientras unos niños juegan en el parque de al lado. “Cuando terminan los conciertos que hay en directo, la gente suele venir a cenar aquí. Este medida puede hundirnos el negocio”, lamenta una empleada del restaurante Tommy Mel's.

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