Decadencia de un régimen
El problema político fundamental en España es que no ha superado la concepción centralista, unitarista y homogeneizadora
Durante los larguísimos años de la violencia etarra y la kale borroka,oímos miles de veces cómo representantes de las instituciones del Estado y de los partidos políticos citaban como ejemplo al independentismo catalán. Era, decían, la vía a seguir para defender, de forma pacífica y no violenta, cualquier idea, por descabellada que pudiera parecer. Y eran, claro, los tiempos en los que nadie creía cabalmente que en Cataluña los defensores de la independencia pudieran llegar ni remotamente a rozar la mayoría algún día.
Los tiempos cambian, las estrategias de los violentos a veces también, pero hay formas de entender el ejercicio del poder que están incrustadas en el ADN del Estado y que difícilmente evolucionan. El problema político fundamental en España, desde el punto de vista institucional, es que no ha superado la concepción centralista, unitarista y homogeneizadora que ha dominado su historia. Las dos Repúblicas fueron intentos fallidos, por razones muy distintas, de cambiar el statu quo. Y en algún momento pareció que el Estado de las autonomías había acabado con esa visión, pero a la vista del apoyo al proceso recentralizador del PP hoy vemos que el Título VIII de la Constitución, para la mayoría de españoles, fue un peaje obligado en aras del consenso de la Transición. En realidad, nunca ha sido digerido realmente por las castas políticas, económicas y funcionariales residenciadas en el Madrid que manda y ha mandado siempre en España.
Las castas han dominado la capital, que es lo mismo que decir que han dominado España: las mismas familias de militares, el mismo alto funcionariado, las mismas familias políticas, la nobleza latifundista. No ha habido revolución burguesa, ni de otro tipo. El despotismo del Madrid poderoso no ha ido solo contra Cataluña o el País Vasco; ha sido general y contra todos los territorios. Primero se expoliaron las colonias y, una vez perdidas estas, la voracidad sin límite y la incapacidad del poder central para crear riqueza por sí mismo y organizar un Estado moderno llevó a la vampirización del país en general.
Las regiones rurales menos desarrolladas simplemente fueron usadas como fincas privadas para el recreo y la caza. Y a las regiones más activas se las dejó crecer y desarrollarse a su gusto, siempre que no cuestionasen el sistema político e impositivo imperante ni, menos todavía, el predominio del poder central. Así ha sido hasta hoy; aunque es justo reconocer que este reparto del poder no siempre le ha ido mal a las burguesías locales. Mientras la mayoría de catalanes y vascos aceptó ese sistema todo funcionó más o menos bien. Pero nunca ha habido un reconocimiento explícito del carácter plurinacional o plurilingüe del Estado. Las características propias de la nacionalidad eran aceptadas solo dentro del reducto geográfico correspondiente.
Cuando los nacionalistas volvieron al Gobierno de España, los equilibrios empezaron a resquebrajarse. En su afán por recuperar parcelas de poder presuntamente perdidas, Aznar, Rajoy y el PP han hecho todo cuanto han podido por dinamitar incluso los frágiles equilibrios en los que se sostenía el régimen. Ese espíritu de reconquista, primero en el plano del rearme estrictamente ideológico y más adelante también en el terreno legal y fáctico, coincide plenamente con un hundimiento profundísimo del sistema político español. La crisis económica y la estafa financiera lo han hecho aún más evidente, pero el verdadero fracaso de la España de la Transición ha sido, sobre todo, el fracaso moral de sus clases dirigentes. En las actuales circunstancias, al Estado ya solo le queda la vía de la violencia y de las amenazas para mantener el poder sin que los de siempre pierdan sus privilegios. Violencia son los desahucios masivos y la negativa a aprobar la dación en pago, violencia han sido las ventas de preferentes a los pequeños ahorradores, violencia es desmantelar servicios públicos porque no hay dinero cuando sí lo ha habido para salvar a los bancos, violencia es que bajen los salarios también en las empresas con beneficios, violencia es que Hacienda sea fuerte en las multas a los asalariados y débil en la persecución del fraude… Y amenaza es que todos los argumentos que se hayan dado para convencer de su supuesto error a los independentistas sean de carácter coercitivo; ni un solo motivo basado en la ilusión ni la esperanza, ni la remota posibilidad de trabajar en un proyecto colectivo... Según esa triste visión, la pertenencia a España resultaría una broma del destino o un castigo de los dioses, y España misma una especie de prisión de la que sería imposible escapar, ni ahora ni nunca, por los siglos de los siglos, sin riesgo para la propia vida. Ni capacidad de seducción ni argumentos convincentes de que merezca la pena pertenecer a esta cosa compleja que llaman España. Solo faltaba criminalizar al movimiento independentista. Y parece que en esas andamos.
Àlex Masllorens es periodista y profesor de la Facultad de Comunicación Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.