La industria de la magia
Madrid sigue siendo el gran altavoz, el viejo espejismo según el cual, lo que allí se dice equivale a lo que se dice en toda España
Exageración. Ausencia del sentido de la proporción. Sobreactuaciones. Trampas y magia. ¿En qué país vivimos? Vimos una desorbitada miniserie de despedida imperial a un Adolfo Suárez digno de más respeto, menos espectáculo y manoseo de quienes le ningunearon. Tenemos memoria. El guion, aderezado con violentas imágenes de radicales contra policías y una sobreactuada marcha pro vida minimizaba y demonizaba el descontento ciudadano exhibido en la multitudinaria y plural Marcha de la dignidad. Eterno déjà vu. ¡Aseguran que la derecha no existe!
Madrid sigue siendo el gran altavoz como si lo que allí pasa es lo que ocurre en cualquier parte de la Península. Viejo espejismo: Josep Pla lo llamó en 1933 “industria de la magia” (El advenimiento de la República, Alianza, 1986). “En España —dijo— siempre han pesado más las tertulias de los cafés de Madrid que cualquier interés nacional auténtico”. Lo constaté: “Lo que se piensa y dice en Madrid equivale, a todos los efectos, a lo que se dice y se piensa en toda España. (…) Pocas cosas se han democratizado menos en los últimos 20 años que ese centralismo opinativo”. (El problema. Madrid-Barcelona 1996 Temas de hoy). Madrid en 1962 era una ciudad provinciana que llegaba al paseo de la Habana plagada de jefes y servidores: la gente normal se ocultó hasta la Transición y tenía gran respeto por el savoir faire cosmopolita de los catalanes porque íbamos a ver cine prohibido a Perpignan.
Con la democracia reaparecen los Madriles, las Españas. Pero el Madrid único se afianza como altavoz y exporta modelos de poder a las autonomías. Varios Parlamentos autonómicos en los años ochenta estaban en pisos: he visto la creación de cortes autonómicas a imagen y semejanza del modelo/Madrid. Los catalanes fuimos, con un Pujol incombustible, los gruñones de la película, pero todo se contagia, y las autonomías imitaron nuestras reivindicaciones.
El Madrid unívoco ganó en 25 años poder decisorio económico sin parangón: mientras aquí perdíamos 32 grandes empresas, allí captaban 80 (La Vanguardia 12-2-1999). Y seguimos perdiendo imagen: un informe empresarial de 1997 daba cuenta de que un 80% de los españoles pensaba que la comunidad más favorecida por el Gobierno era Cataluña. Recordemos: en 1996 se firmó el Pacto del Majestic entre Aznar y Pujol. Los militantes de CiU gritaban “Avui paciencia, demá independencia”, recuerda en su estupendo libro (Paciencia e independencia, Ariel 2014) Francesc de Carreras. En 1992, cuando la Barcelona socialista impactaba al mundo, significados jóvenes convergentes exhibían pancartas: “Freedom for Catalonia!”.
Que nuestro Artur Mas se compare con Adolfo Suárez es otra exageración y una sobreactuación a lo madrileño
Todos tenemos una historia reciente para recordar: de ahí venimos. Que nuestro Artur Mas, impulsor oculto (¿por qué?) del independentismo, se compare con Adolfo Suárez, “un político que arriesgó”, es otra exageración y una sobreactuación a lo madrileño. Es tan solo un ejemplo próximo, repetido. “Nadie nos parará”, dijo en respuesta al último pronunciamiento del Tribunal Constitucional. ¿Es esto lo que se exige de un político? Si esta gente grita y hace montañas conflictivas de asuntos incómodos (sobran ejemplos) se mata la democracia. ¿Son los tiempos así, exagerados, tramposos y sobreactuados? ¿Tenemos los gobernantes que nos merecemos (ellos dicen hacer todo por nosotros)? ¿Cuál es nuestra responsabilidad?
Que los españoles influimos en la Transición está claro. Que el independentismo tiene raíces en frustraciones particulares de mal pronóstico que hoy coinciden con conflictos evitables y debilidades políticas manifiestas parece obvio. Impresiona que el escritor judeoruso Vasili Grossman escriba en 1958 tras investigar los campos de exterminio: “Uno u otro tipo de estado no le cae a la gente desde el cielo: la actitud material e ideológica de los pueblos es la que engendra el orden estatal. Se debe pensar en esto y horrorizarse”. La historia enseña que los ciudadanos tienen responsabilidades concretas.
Demasiadas cosas enredan la maraña. El Estado que pagamos cede funciones a 1.000 intermediarios que subcontratan. Todo se encarece. Último caso: la privatización del Servicio de Empleo de Cataluña. Dos millones de euros (dinero público) para la empresa que gane un concurso para emplear a 2.500 personas ocupables (10.000 candidatos). 600 euros por contrato y 40 euros por parado. Interesante negocio. ¿Vale cualquier cosa para crear empleo? Tanto intermediario anuncia que la suerte está echada. ¿Se constata la aniquilación del poder ciudadano?
El talento se desperdicia. Nacen trampas sutiles para culpabilizarnos de los excesos ajenos. Un conservador, Frank Schirrmacher, advierte: “Cada vez más personas tienen la sensación de vivir por debajo de sus posibilidades, mientras que el aparato afirma, para imponer sus exigencias, que “nosotros hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” (Ego, las trampas del juego capitalista, Ariel 2014). La industria de la magia funciona a todo trapo, aquí y allí. ¿Nos anulará al fin?
Margarita Rivière es periodista.
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