Un intruso en Telemark
Visita entusiasta a los escenarios noruegos de la gran aventura de la II Guerra Mundial
“¿Quieres venir a Telemark? Es un buen momento para ti, vuelve a estar lleno de alemanes". Recibí la llamada de Bjarne con incontenible entusiasmo. Ni siquiera mi inveterada prudencia —Noruega estaba bajo un temporal de nieve— iba a impedir que viajara al frío norte para meterme en el rodaje de la nueva película, en puridad una serie, sobre Los héroes de Telemark. La aventura de aquel puñado de valientes comandos que en 1943 sabotearon las instalaciones de fabricación de agua pesada de la Norsk Hydro en Vemork —indispensables para la bomba atómica de Hitler— ha sido siempre una de las brújulas de mi vida. El filme de Hollywood de 1965 ("¡tan emocionante como El desafío de las águilas, tan explosivo como Los cañones de Navarone!", rezaba la publicidad de la época), protagonizado por Kirk Douglas y Richard Harris, me marcó para siempre con su odisea de resistentes noruegos esquiando contra el átomo nazi (así tituló su libro sobre la hazaña uno de los corajudos y esforzados saboteadores reales, Knut Haukelid). Iría pues a Telemark, qué diablos, a rebozarme en épica, reencontrarme con mis héroes y con el secreto objetivo no solo de averiguar lo que pudiera sobre la extraña alquimia del valor sino a ver si se me pegaba algo.
Bjarne Nilssen y su mujer, Teresa, me llevaron desde Oslo hasta el pueblo de Rjukan, en cuya vecindad está la fábrica de Vemork y donde había sentado sus reales el equipo de rodaje británico-noruego de la serie, titulada The heavy water war. Tras conducir por carreteras que parecían pistas de bobsleigh, llegamos de noche; todo estaba silencioso y cubierto de nieve. Me alojé en casa de Bjarne, cuyo abuelo era uno de los directores de la fábrica en la época del sabotaje y cuyo padre era ingeniero en la misma y fue tomado como rehén por los nazis . Como ven estaba en el mismo meollo de los acontecimientos. Dormí en el salón, donde hacía un calorcito muy agradable, y me pasé buena parte del tiempo ante el ventanal mirando caer los copos y observando justo enfrente, en las alturas del valle, la vieja fábrica, soñando despierto con actos de coraje.
Al día siguiente fuimos al escenario del famoso sabotaje, la factoría convertida hoy en museo. Para llegar atravesamos un vertiginoso puente metálico en cuyos extremos se habían colocado para la película sendas garitas de vigilancia alemanas y un puesto de artillería antiaérea. Yo no cabía en mí de emoción. ¡Estaba en los escenarios de Los héroes de Telemark y me los habían decorado como si hubiera dado un salto en el tiempo! Era un sueño hecho realidad —y sin el riesgo de que me dispararan—. No era tan feliz desde que mi padre me llevó de niño vestido de indio a visitar Esplugues City, el pueblo del Far West recreado por Balcázar en los sesenta. No notaba ni el frío.
El set de rodaje estaba preparado para filmar la escena del ataque y en el suelo podían verse hasta las mechas de los explosivos; contuve el impulso peterselleriano de encenderlas y devenir un héroe con un retraso de setenta años.
Se ve que en el rodaje de Kirk Douglas se quemó la iglesia de Rjukan a causa de un cortocircuito de los focos
Mientras recorríamos el lugar, Bjarne me explicaba las interioridades de Rjukan y el contexto íntimo de la aventura. Resulta que las cosas, como ocurre siempre, no eran tan monolíticamente heroicas. La sociedad de Rjukan estaba desde hacía años profundamente dividida en clases: los directivos e ingenieros, por un lado, y los obreros por el otro. La ocupación alemana hizo que, en la superficie, se cerraran filas contra el invasor pero el pueblo y la región toda de Telemark no se libraron de los Quislings, los traidores, los delatores, los cobardes y los partidarios de los nazis. “El marido de la tía Elizabeth era uno de ellos”, me dijo Bjarne.
Entre los ingenieros de Vemork hubo quien vio con malos ojos el sabotaje de la fábrica. Otros tenían dilemas morales: temían el daño que se pudiera hacer a la población civil y las represalias de los nazis. Una imagen mucho más realista y humana —con sus luces y sombras— se abría paso en mi personal película de Los héroes de Telemark. Algunos mitos caían. Se ve que en el rodaje de Kirk Douglas se quemó la iglesia de Rjukan a causa de un cortocircuito de los focos. La propia interpretación de un valiente resistente noruego que hace el actor del hoyuelo en la barbilla y que a mí me parece inolvidable provoca risas en los paisanos como Bjarne.
Otras cosas eran mucho más serias. Tras la proeza del ataque de los comandos, que se saldó sin un solo disparo ni un muerto (a diferencia de lo que cuenta el filme de Hollywood), los Aliados, ante las informaciones de que se había restablecido parcialmente la producción de agua pesada, lanzaron un bombardeo masivo contra la fábrica: 22 civiles noruegos inocentes murieron. Hay más: en febrero de 1944 se decidió hundir el ferry del vecino lago Tinnsjo en el que los alemanes transportaban el remanente de agua pesada hacia Alemania. El atentado que envió el barco al fondo, encabezado por uno de los comandos de la partida original, costó la vida a 14 pasajeros noruegos, entre ellos un niño de tres años.
Estuvimos allí, en el lago, con Bjarne. En medio de una copiosa nevada subimos al gemelo del ferry, que se usaba para la filmación de la escena, y paseamos por la cubierta enfrascados en nuestros pensamientos. La guerra emborrona con su horror hasta las mayores hazañas. Luego, de vuelta al pueblo, asistimos al rodaje del episodio del bombardeo aéreo y entre el humo y el estrépito de pega nos codeamos con los extras ensangrentados y yo confraternicé con un oficial alemán, sin pasar a mayores.
El momento culminante de mi estancia en Telemark tuvo su dosis de coraje y de riesgo. Cuando acudí al edificio en que tenía su cuartel general el equipo de filmación para entrevistar al productor ejecutivo, me hicieron aguardar en el viejo teatro y salón de baile convertido a la sazón en almacén de vestuario y utilería. Rodeado de paracaídas, uniformes, cascos y armas, dediqué la espera a probármelo todo mientras me hacía con la cámara del móvil los selfies más envidiables. La tentación de llevarme algo de recuerdo era demasiado fuerte. Descarte las bayonetas y las granadas de palo en previsión de problemas en el control de seguridad del aeropuerto. Finalmente me decidí por una guerrera de oficial alemán y me la puse debajo del anorak. Cuando llegó el productor se sorprendió de que fuera tan abrigado dado que la calefacción estaba muy alta. Más le hubiera sorprendido verme probando el paracaídas de los comandos subido en la mesa. Mientras hablábamos yo sudaba copiosamente y temía que divisara el cuello de la guerrera con las insignias de teniente. Llevar uniforme enemigo en acto de sabotaje, es sabido, siempre se ha castigado con la muerte. Pero finalmente salí de los Headquarters de los invasores indemne, caminado sin prisas y aparentando serenidad, como nos han enseñado tantas películas.
Escribo estas líneas en mi puesto de combate en el diario, con la bonita guerrera color feldgrau colgada en el respaldo de la silla —ya nada mío asombra a la redacción— y luciendo la prenda aún enganchado el papelito con el nombre del soldado alemán al que he dejado desabrigado en el lejano norte. Yo también he estado en Telemark, me digo acariciando la ruda tela con nostalgia, y he sido, a mi humilde escala, un valiente saboteador.
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