La ‘cospedalización’ del que disiente
Tachar de derechista a quien no colabora con el soberanismo es olvidar que hay una tradición de izquierda no nacionalista
Hace unos días, Francesc Serés paseaba por estas planas la linterna de Diógenes, buscando a un intelectual no catalán que arrimase el hombro en la campaña de independencia de Cataluña. No lo encontraba y, con inquietud y sospecha, recordaba una fabulosa metamorfosis retransmitida por televisión: la cospedalización en vivo y en directo de una tertuliana de izquierdas. Después de haber emitido una serie de opiniones razonables y civilizadas, la tertuliana en cuestión vio un vídeo de Artur Mas y, según parece, descompuso el gesto y se lanzó a despotricar contra el catalanismo.
Cospedalización vendría a designar así la súbita transformación de un intelectual de izquierdas en un cavernícola de derechas, una reacción pavloviana desencadenada por la exposición a los símbolos de Cataluña o a la efigie de sus políticos. Como si solo un trastorno epidémico de la personalidad pudiera explicar que los intelectuales de izquierdas no den mayores muestras de simpatía por el catalanismo en general y por Mas, en particular.
A mi ver, este fenómeno resulta más esperado y lógico si se pone en perspectiva y se proyecta sobre la historia del pensamiento social, entendiéndolo como una tradición de origen jacobino que reivindica servicios públicos gratuitos, representación democrática y una armonización de libertades y derechos. Uno de los primeros y más brillantes portavoces de esa tradición, el poeta Heinrich Heine, abandonó su país sacudiéndose el polvo de las sandalias, y le dedicó una fenomenal sátira de más de dos mil versos. Pocos años antes, el revolucionario Espronceda había puesto en circulación una vibrante canción sobre un pirata apasionado de la libertad que no reconocía más patria que el mar océano.
Numerosos pensadores socialistas y comunistas denunciaron el nacionalismo como ideología burguesa
Numerosos pensadores socialistas y comunistas denunciaron el nacionalismo como ideología burguesa; de acuerdo con el pensamiento comunista clásico, la clase trabajadora solo se liberaría de la extorsión a que la sometía el capital si unía sus fuerzas a escala internacional y evitaba que los puestos de trabajo se deslocalizasen y se adjudicasen al país mejor postor. La conciencia de la globalización del mercado, la voluntad de garantizar los derechos del hombre y la esperanza de alcanzar la fraternidad universal están detrás de iniciativas como la Asociación Internacional de Trabajadores, la promoción de lenguas universales por parte del movimiento obrero o, más recientemente, la reivindicación de una fiscalización mundial para las transacciones especulativas y los esfuerzos por hacer que se respete el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que reclama la libre circulación de personas a través de las fronteras. Son, por sus motivaciones, empresas netamente izquierdistas, y todas ellas trascienden o cuestionan el modelo nacional.
No cabe duda de que los nacionalismos pueden ser también vectores de lazos de solidaridad, fuerzas capaces de unir a los ciudadanos en una empresa común, relatos que den sentido a sacrificios individuales o colectivos. A lo largo de la historia ha habido, en efecto, varios movimientos de constitución o de reivindicación nacional que se dieron por horizonte un progreso en el marco jurídico y social de un grupo humano. Pero la relación entre ideario progresista y nacionalismo no es necesaria ni mecánica. Benedict Anderson ofrece numerosos ejemplos de uno y otro signo en su ya clásica monografía Imagined Communities.
El hecho de que el franquismo reprimiese o desvirtuase las culturas regionales españolas explica en buena parte que a día de hoy los nacionalismos periféricos sean percibidos en España como movimientos de izquierdas. También es verdad que la crítica española del modelo centralista precede en muchas décadas a la dictadura de Franco, y encuentra un momento de particular popularidad y coherencia teórica en la Primera República, que muy elocuentemente llegó a ser denominada “la Federal”. Sin embargo, el modelo federal que propugnaban los republicanos de 1873 tenía por objetivo repensar la relación de los ciudadanos con el poder, acercar las instancias de decisión a los electores y agilizar los trámites administrativos que ralentizaban la industria. Por ello, se articulaba en los municipios y en las provincias, no en los extensos territorios de los antiguos reinos peninsulares. Así lo han recordado numerosos e importantes historiadores como Ramiro Reig, Ángel Duarte o Juan Pablo Fusi.
Importa recordar, pues, que el pensamiento de izquierdas tiene una profunda raíz internacionalista, y que, si bien desde esa misma tradición se plantearon en ocasiones proyectos federalistas, estos no se dirimían en las unidades geográficas actuales ni apelaban necesariamente a identidades culturales o lingüísticas. En este contexto, uno puede pensar legítimamente que la agenda soberanista no tiene mucho que ver con la redistribución global y justa de la riqueza, sin que ello signifique que desprecia la cultura de los demás, ni menos aún que padece una cospedalización galopante. En cambio, pretender que el que no colabora en la campaña para la independencia de Cataluña es sospechoso de derechismo —que el que no está con nosotros, cospedaliza— comporta una simplificación interesada de los ejes de coordenadas entre los que se han venido dirimiendo las luchas ideológicas en la Europa contemporánea.
Álvaro Ceballos Viro es profesor de Literatura Española en la Universidad de Lieja (Bélgica)
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