La ‘aristocarnia’
La mejor empresa jamás podrá competir con el fascinante ritual de la matanza casera
Jamás ayudé a mi madre a despellejar un conejo, ni a decapitar un pato ni mucho menos a pasar el cuchillo por el cogote de un pollo. A mi padre le dejé de hablar porque una mañana entregó al carnicero el cordero que desde la inocencia yo había cuidado con el convencimiento de que su vida era también la mía. Nunca ayudé naturalmente a la familia en la matanza. Mi condición de payés me exigía cuidar de los animales con el mismo amor que la tierra, como si formaran parte del mismo patrimonio familiar. Y, sin embargo, yo era el chico más feliz del mundo ya entrado noviembre, sobre el día 11, que como asegura el dicho popular es cuando a todo puerco le llega su San Martín.
“La voz agónica y escandalosa rompe el alba. Todo es atávico, de una violencia tranquila, arquitectónica”. El delicioso relato de Andreu Manresa, su libro Invitación a la felicidad y la crónica Mirades Tallades, me permiten vivir y recrearme en un momento que jamás me atreví a presenciar, convencido de que no sería capaz de soportarlo. Ya se sabe que dice el refrán: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Me interesa más la pluma que el cuchillo del matarife, el relato de cirujano de mi amigo mallorquín que el silencio estremecedor de quien ha hundido el puño hasta el codo en el cuello del cerdo de manera tan desgarradora como certera. Tres, cuatro, cinco minutos de dolor.
Nunca vi a un cerdo desangrarse ni desde luego como la mocadera, sola o rodeada de niños y mujeres, recogía aquella sangre roja y espesa tan codiciada después por el buen paladar: el tast del sacrifici i les sofrenes, como lo define Manresa. Me emocionaba en cambio sentir aquel frío mañanero que rasgaba las mejillas, oler el humo embriagador de la leña que crujía de forma acompasada, abrazar el calor del bullicio de la gente que daba vida a un paraje rural que me tenía embobado. Nada me sobrecogía más que los pasos del matarife y la mocadera a su llegada al amanecer, la cháchara en el copioso almuerzo en la cocina y el sonido de la caja de los cuchillos.
Me imaginaba cómo salía el marrano de la pocilga, le ataban de una pierna trasera, le enganchaban por el morro y le arrastraban hasta el banco. Yo no aparecía hasta que le suponía degollado, listo para ser socarrado con un quemador de butano y después lavado, dispuesto para una ceremonia artesanal y bien repartida. Todos sin exclusión participaban organizadamente: el padre, la madre y los niños, los parientes y los vecinos. El matarife cortaba pies y manos con el cuchillo y la cabeza con el hacha para después abrir el espinazo con los ganchos y una vez descuartizado repartir la carne bendecida por el veterinario Viñas, un republicano que renegaba como el mejor de los payeses.
Admiraba la precisión extrema con la que se repartía la carne en la tripa conveniente, o en la pastera adecuada
Los hombres despiezaban, trituraban y amasaban la carne mientras las mujeres la embutían sin que entrara un soplo de aire, en los intestinos, gruesos y delgados, previamente lavados por la mondonguera, igualmente al tanto de una caldera de la que sobresalían las orejas. Admiraba la precisión extrema con la que se repartía la carne en la tripa conveniente, o en la pastera adecuada, para que salieran morcillas, fuet, butifarra negra o longaniza, algunas para el consumo inmediato, muchas para ser degustadas después de ser convenientemente curadas en el desván, dalt més alt, como decíamos en casa. Las mejores longanizas siempre eran de la Riera.
Nada me apetecía más en aquellos años que las meriendas veraniegas en la Riera. Quizá era por su ubicación, medio escondida y sin embargo visible, ni lejana ni cercana, señorial y humilde, armoniosa. También tenía mucho que ver la familia Casals-Costa, hospitalaria y entrañable, agradecida. Y, naturalmente, su encanto resultaba irresistible por su condición de masía por excelencia. Había gatos y perros, gallinas y patos, por su puesto conejos. Vacas y terneros, también un asno, y claro está los cerdos, los de la matanza engordados con maíz, verduras, harina de trigo, fruta y los mejores restos de cada comida casera. Jamás probé una longaniza más sabrosa.
Ya no quedan masías amorosas como la Riera. Ahora se imponen las casas de payés diseñadas para los mejores anuncios como el de Casa Tarradellas. Ni una mota de polvo, ni rastro de fango, nada de mierda. No hay vida sino que la casa es una postal en la que los fuets ya salen directamente de la nevera y no de la cuadra de los cerdos. Tarradellas es hoy el mejor representante de la Aristocarnia, los señores de la carne, como les bautizó Miquel Macià en la Catalunya Catalana. El Anuari Econòmic Comarcal de Catalunya Caixa asegura que la caída del PIB de Osona es de 1,06%, inferior a la media catalana, que asciende al 1,36%, y es sabido que la industria cárnica representa el 21% del PIB.
La cabaña porcina se sitúa alrededor de los 900.000 cerdos y la firma Tarradellas facturó 630 millones en 2010. Hay gente que ha hecho mucho dinero con los cerdos después de la caída del textil y de convertir la mitad de los campos de cultivo en estercoleros para los purines. La tasa de paro, que ahora se sitúa en el 16.98% frente al 15,7% del país, sería muy superior sin el culto generalizado al cerdo. Hay productos buenos y malos, de denominación de origen y de consumo generalizado, y cuentan excelentes fondas y restaurantes, muchos agrupados en Osona Cuina (1998). Tarradellas da vida a Osona, y son muchos los que trabajan en sus fábricas, dentro o fuera de Gurb.
La mejor empresa, sin embargo, jamás podrá competir con el recuerdo de la longaniza de la Riera de Perafita, la masia del Pepet, ni con el fascinante ritual de la matanza casera, de nuevo incorporada en muchas casas como arte de la necesidad. Vuelven los viejos tiempos y la economía de supervivencia. Ya asegura el refranero catalán que qui té hort i porc, tot l'any té un bon conhort.
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