El ciudadano ejemplar
Hay que ver al político condenado como un igual, nacido de nuestra sociedad, alguien que hace de la avaricia su combustible
Todos debemos preguntarnos qué hemos hecho; debemos preguntarnos por la inacción de tantos conciudadanos que no hicieron nada para oponerse o para impedir el deshonor. Carlos Fabra no un monstruo ajeno a esta tierra. Es, por el contrario, uno de los nuestros, un conciudadano incluso ocurrente, chistoso, con la maldad suficiente para desempeñar su cargo. Tenía ideas provinciales y metas personales (que pueden ser perfectamente legítimas). Admitiremos que tenía, sí, comportamientos algo desagradables y conductas un pelín embarazosas. Pero estaba ahí, ahí al frente atrayendo recursos, agraciando, donando, derribando obstáculos. Como un mediador o patrono o salvador. Por eso, numerosos conciudadanos estuvieron predispuestos a fundirse con lo dudoso de sus quehaceres, incluso con lo aborrecible de su ejecutoria.
Insisto: hay que ver al político condenado como un igual, nacido de nuestra sociedad, alguien que hace de la avaricia su combustible. Es más, su oficio, el de la política, el que él escogió, quizá sólo se debiera a algún tipo de incapacidad: la imposibilidad de dedicarse a otro oficio. Así fue como pudo asentarse y permanecer: con el beneplácito, con el silencio, con la anuencia, con la expectativa y con la riqueza de los ciudadanos que callaron y votaron religiosa, puntualmente.
¿Acaso esos individuos sufrieron una emasculación? Me refiero a la castración moral de tantas gentes, gentes corrientes y principales, que pudieron ver al ahora condenado como un tipo nacido del pueblo y dotado de virtudes que lo hacían carismático, simpático e irrepetible. Cuando definimos la moral en términos de costumbres y hábitos, incluso como las costumbres y hábitos respetables y dignos, no estamos inmunizados contra el deshonor y el mal. Quienes se aferraron al orden moral respetable, a lo inevitable, en la sociedad corrupta sucumbieron fácilmente a la perversión, a la dejación, al fraude: simplemente no tenían nada que preguntarse, pues lo correcto y lo concreto eran seguir desempeñando las obligaciones de cada uno. En efecto, cada uno parecía el engranaje de una inmensa maquinaria.
Por el contrario, quienes no concibieron la moral como lo dado o lo evidente, quienes se preguntaron sobre lo que hacían, asumían la responsabilidad de sus actos y, por tanto, pudieron percibir en toda su evidencia el efecto de la anestesia moral y la bajeza del político.
Los grandes responsables de la corrupción no son necesariamente individuos diabólicos, unos monstruos que padecen todas las patologías. El fraude puede sostenerse en delincuentes corrientes y en ciudadanos que se apresuran a dejar de serlo: ciudadanos que procuran no interrogarse sobre lo que hacen y sobre las consecuencias de lo que hacen. Después, los pretextos habituales para exculparse serán: yo sólo era el engranaje de un sistema que obligaba; o yo no me enteraba; o eso era cosa de los políticos. Si yo no lo hubiera hecho (por tonto), otros lo habrían hecho por mí. Por tanto, resistirme carecía de sentido. Y no es cierto. Para resistir no hay que demostrar ser un angelito: basta con no prosperar, no medrar, en la sociedad corrupta. Sí, ya sé que es difícil, pero no es heroico.
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