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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

A la Bastilla

Este país amanece cada día en medio de una crisis de color gris rata en busca de las respuestas a las preguntas que se hace cualquier chaval de instituto

Esta semana he estado entretenida explicando en clase de Historia el apasionante y lejano asunto de la Revolución Francesa. Ustedes que han sido cocineros antes que frailes, se acordarán de que todo empezó por una cuestión fiscal, que es la madre de todas las batallas. Resulta que en aquellos tiempos era costumbre que los nobles y el clero no cotizasen a Hacienda, un bonito detalle que la monarquía tenía con ellos, por la cara. Los únicos que pagaban con el sudor de su frente el IVA y el IRPF, por así decirlo, eran los panaderos, los campesinos, los comerciantes y los pequeños artesanos, que no ganaban para deudas y disgustos. No hace falta ser economista para averiguar cuál sería el estado de las arcas públicas cuando las grandes fortunas estaban liberadas de sus obligaciones con el fisco y el único que apencaba era el pueblo llano más pobre que un perro vagabundo. Como resultado de ese peculiar sistema fiscal, Francia entró en quiebra. Claro.

Ante semejante estado de cosas Luis XVI se puso nervioso y le pidió a su ministro Montoro de turno que le arreglase aquel desaguisado. El tipo en cuestión se llamaba Necker y no vio más solución que intentar que la nobleza y la Iglesia contribuyesen con sus impuestos, aunque fuera sólo un poquito. Pero aquellos grandes patriotas franceses no quisieron ni oír hablar del tema. Para los currantes de a pie, que ya estaban hasta el gorro frigio de la aristocracia, esa negativa se convirtió en la gota de agua que colmó el vaso de su santa paciencia. La gente se indignó y les montó un 15-M en pleno Palacio de Versalles. Lo demás ya lo saben, París se lanzó a la calle, asaltó la prisión de la Bastilla, guillotinó a Luis XVI y así empezó la mayor Revolución que se haya conocido jamás en la Historia. Ya ven, por un quítame allá ese diezmo (o ese IVA).

Mis alumnos saben que la Historia no es solo una asignatura para conocer el pasado, sino una forma de comprender el presente. Así que enseguida se hicieron su composición de lugar. Un chaval de la primera fila planteó inocentemente si las SICAV de ahora no vendrían a ser como los privilegiados del Antiguo Régimen que no pagaban impuestos. A partir de ahí se produjo un motín de preguntas. Los chicos se preguntaban qué habíamos ganado desde el siglo XVIII si a día de hoy cualquier panadero, conductor de autobús, o electricista de barrio cotizaba a Hacienda más que Botín, por poner un ejemplo de todos conocido.

Tuve que explicarles con cierto tacto que es que los ricos del siglo XXI en realidad son unos pobres de solemnidad que no tienen nada a su nombre. La casa suele ser propiedad de una fundación, el coche es de una empresa de renting, el avión privado y el yate pertenece a una sociedad anónima, y el resto lo han ganado en la lotería, como Carlos Fabra, o se lo han jugado al póquer que también desgrava. Es normal que la declaración de la renta les salga a devolver. Los ricos no tienen dónde caerse muertos.

Pero los alumnos tienen su propia manera de entender las cosas. Para ellos no hay diferencia entre el sistema feudal y la Hacienda de hoy que da orden de cebarse únicamente en la pesca de bajura, mientras deja escapar a los grandes tiburones, decreta amnistías fiscales para los peces gordos y le entrega nuestro dinero a los bancos, que son un saco sin fondo, en lugar de dárselo directamente a las pequeñas empresas y a las familias. Así, amanece cada día este país en medio de una crisis de color gris rata en busca de las respuestas a las preguntas que cada día se hace cualquier chaval de instituto.

Menos mal que en ese momento sonó el timbre, porque pensé que los alumnos iban a salir en tromba de clase a tomar la Bastilla. Allons enfants de la Patrie…

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