Andaluces de Cataluña
Mientras que la primera generación se adaptaba sin olvidar sus raíces, las generaciones posteriores se han ido formando en el sistema de educación de Convergencia
¿Dónde están los andaluces de Cataluña? ¿Están asimilados? ¿Están atrincherados? ¿Esperan la ocasión de poder contemplarse y levantar un discurso propio? Seguramente la asimilación es consecuencia de un deseo de integración, algo así como la fe del converso, reconvertida en nueva identidad nacional: el último en llegar es el más entusiasta, porque necesita reafirmar su pertenencia pública, sostenida por un convencimiento privado que tiene algo de propia impostación. Durante dos generaciones, nadie ha sido más catalanista en Cataluña que los andaluces, extremeños, murcianos, que llegaban allí para poblar el Guinardó, entre otros barrios, y convertirlo en el futuro territorio literario para el mundo aterido, tierno y duro del novelista Juan Marsé. Ellos necesitaban no únicamente ser —lo eran, sí: pero por su necesario convencimiento, impuesto como un deseo de aceptación absolutamente comprensible—, sino parecer. Con el tiempo, lo han sido ellos, sus hijos y sus nietos, pero ahora el castillo de la identidad compartida comienza a tambalearse: porque, mientras que esa primera generación que llegó allí con sus carnes morenas, sus acentos del sur y su deseo de progresión social, se adaptaba determinantemente sin olvidar sus raíces, manteniendo el tesoro de una pertenencia quizá lejana en la geografía, pero viva en la sangre, las generaciones posteriores se han ido formando en el sistema de educación sociológica promovido por Convergencia, creando el artificio minucioso de la deuda infinita y la calima del enfrentamiento, del separatismo y de la desunión no sólo con España, sino también en el seno de una sociedad mucho más compleja que un abrazo kilométrico.
Lo más sensato que he leído sobre el tema, últimamente, ha sido el artículo de Javier Cercas sobre el llamado “derecho a decidir”. Efectivamente, en Cataluña se ha llegado a un estado de cosas, sobre todo en la orilla progresista, en el que todo aquel que disienta del mencionado derecho no es que esté más cerca del conservadurismo radical, sino que puede ser alegremente calificado de “no demócrata” sin despeinarse el rizo nacionalista. Cercas sostiene que tal derecho, como mínimo, es inexistente: yo no puedo elegir si saltarme o no un semáforo en rojo, o si pagar o no impuestos, porque la democracia, para empezar, establece un contrato con la legalidad, para que las minorías, precisamente, no puedan imponerse al sentir general, y al mismo tiempo sean protegidas. En este orden, ¿cuál es la mayoría en Cataluña? ¿El millón del abrazo, o los seis millones y medio restantes? En relación con las últimas elecciones, y en contra de lo que pueda gritarse en la calle, parece que el asunto puede estar más equilibrado de lo que algunos desearían. En ese sentido, las palabras de Arantxa Quiroga, presidenta del PP vasco, han rezumado una sensatez que no oigo en otros políticos, de su propio partido o del PSOE: a ella, con su amarga experiencia de una sociedad rota, le preocupa que “el problema puede no ser ya con Madrid, sino entre los propios catalanes”.
Desde la presidencia de Artur Mas, se ha ido estructurando un discurso único: el futuro de Cataluña es la independencia, y todo aquel que se oponga a ella, ni es un buen catalán, ni tampoco es demócrata. Con esta actitud excluyente, Mas se está dejando atrás a una buena parte de la sociedad catalana, a la que no contempla ni trata de integrar en su propuesta, porque prefiere no escuchar sus argumentos: a fin de cuentas, ¿qué es el proceso secesionista, sino una gran cortina de humo para que los catalanes —y también los españoles— no estemos hablando, por ejemplo, de la preocupante situación de la sanidad pública catalana, con su riesgo de desmantelamiento, o de la gestión de una Generalitat que necesita, para justificarse ante sus votantes, un buen enemigo?
Pero ahora ese enemigo también es Europa: desde la Unión se advierte que una Cataluña independiente no será nunca Estado de pleno derecho, sino que será considerado un “tercer Estado”, ajeno al tratado. Mientras, la pusilanimidad del Gobierno estatal y de la oposición, con demasiados paños calientes, sin visión histórica ni valor político para defenderla, se muestra incapaz de enfrentarse verdaderamente al hecho de una segregación que será la ruina de Cataluña y de España. ¿Qué pasará, entonces, con las inversiones públicas? ¿Nos las reintegrarán? Es la historia más vieja: en época de crisis, nada como un culpable, exterior y distinto, al que poder lanzar el propio lodo.
Joaquín Pérez Azaústre es escritor
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