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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un semáforo en la Meridiana

Estudiantes de arquitectura plantean convertir la diagonal La Sagrera-Ciutadella en vía verde. Sólo falta que un alcalde lo diga

Debía de ser a finales de los ochenta, principios de los noventa, antes de los fastos olímpicos, cuando Pasqual Maragall puso un semáforo en la Meridiana. Entendámoslo bien: era en la Meridiana que sale desbocada de la ciudad, no existían las Rondas, aquello era una autopista impaciente. Los vecinos cruzaban por una pasarela de hierro, subir por una punta bajar por la otra, precisamente como se hace con las autopistas. Se puso el semáforo, se desmontó una noche la pasarela con gran revuelo de grúas y los vecinos empezaron a cruzar caminando. Eso es un alcalde: alguien que domestica la ciudad. Requería mucho valor, en ese momento, establecer la prioridad de las personas por encima de esos coches ávidos de libertad, pero es que la ciudad, entre otras cosas, es un ritmo. Hay que controlar los ritmos.

Han pasado años, muchos, la Meridiana se hizo más calle y menos autopista incluso en su extremo, cuando ha aparecido una idea todavía más audaz. Un nuevo desafío de ritmos. Resulta que una promoción de estudiantes de arquitectura, dirigidos por Jordi Badia, Miquel Lacasta y Margarita Jover, plantean reconvertir la Meridiana en “diagonal verde”. En efecto, el plano de Barcelona —de la Barcelona baja— se organiza con el cruce de dos diagonales, la avenida que conocemos y otra línea simétrica que va de la Sagrera a la Ciutadella. El punto de intersección está en Glorias. Esta gente propone convertir esa segunda Diagonal hoy diluída en una vía verde: genial. Incluso suben la apuesta, porque quieren construir en el espacio vacante de Sagrera la Biblioteca Central que Barcelona no tiene y que podría ser el punto de atracción —el corazón-- de todo el esquema.

Lo mejor es constatarlo sobre el terreno. Es un paseo de poco más de una hora, y esa es la clave. Es introducir otro ritmo, la aristocracia del paseo, en los intersticios de la ciudad popular hoy desapercibida. Si se la camina, esa ciudad, esos barrios, adquieren otra importancia. Una vía verde que se extienda de punta a punta de la ciudad parece una utopía, pero está ahí, existe. Para empezar, basta situarse justo al medio del puente de Calatrava y mirar: la extensión del terreno es tan brutal que merece una reflexión. Era, y es, tierra de Renfe, pero que en una ciudad tan densa como Barcelona esa empresa pública se permitiera inutilizar tanta extensión creando tanto vacío sin que ninguna autoridad catalana dijera nada es inadmisible. Es que desde un lado, el otro lado queda absorbido por la neblina, tanta es la distancia que separa las dos orillas. Y en el medio, vías, vías, vías.

El edificio de los Encantes, que es un contenedor gris de aspecto provisional, como si fuera una caseta de obra

Bien: después del puente las vías se sumergen bajo tierra. El camino hacia el parque del Clot (que también eran talleres de Renfe), uno de los parques más bonitos de la ciudad, poético casi, es realmente una vía verde. La torre Agbar guía el paso sacando la cabeza por encima de los edificios. El camino permite saludar las Pajaritas de la Rambla Guipúzcoa, una escultura múltiple y juguetona, o descubrir una pequeña rambla umbría en el Clot. Es una delicia. A partir de Glorias —me abstengo de subrayar ese caos—, toca seguir por la Meridiana y el paisaje se desnuda de alicientes. Empezando por el edificio de los Encantes, que es un contenedor gris de aspecto provisional, como si fuera una caseta de obra. El gris es el color de moda entre los arquitectos. Tendria que dialogar de alguna manera con el Teatro Nacional y el Auditori, pero es incapaz de decir nada, y este trozo de la Meridiana es un desierto. Pasa el tranvía, nadie camina: las centralidades mal resueltas siempre malviven.

Después de Sancho de Avila, la cosa respira mejor y pasada la amplitud de Marina ya es plenamente urbana. Poco después sorprende ver, en el horizonte, el carro de la Aurora de la Cascada del parque: parece mentira que esté presente en la ciudad, y es cuando se entiende que la vía verde existe, que sólo falta que un alcalde diga: hágase. No es que sea fácil: el ruido es prepotente, la Meridiana tiene poco atractivo, las bocacalles son complicadas por el trazado en diagonal, pero no es nada que no pueda ser resuelto. Es cuestión de introducir en la ciudad real un ritmo ensoñado. Me decía uno de los inductores del proyecto: se podría ir desde el Besòs al mar. ¿Al mar? ¿Pagando la entrada del Zoo? Ah, no, dijo, el Zoo tendrá que irse.

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Barcelona esconde ciudades que no conocemos y es la nueva arquitectura la que está pensando estas transformaciones que abren mundos. Después vienen los alcaldes y las hacen realidad. O no vienen.

Patricia Gabancho es periodista y escritora

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