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LOS ROSTROS DE LA GASTRONOMÍA

El agricultor ilustrado

Jaume X. Soler protagoniza una incesante actividad en busca del moscatel perfecto

Jaume X. Soler.
Jaume X. Soler.TANIA CASTRO

Confirman los expertos en las artes del beber que los fundamentos del buen vino discurren por la senda que filtra el tamiz del territorio, la climatología y la variedad de uvas elegidas, pareciéndoles menos determinantes para definir el resultado final de sus elaboraciones otras cuestiones, como la crianza o las mezclas, que no obstante también preocupan a algunos sobremanera.

Entre los señalados fundamentalistas se encuentra Jaume Soler, quien nacido en Gata de Gorgos -en el centro mismo de un señalado terroir afecto al cultivo de la moscatel, singular joya de tan excelso fruto- ocupa su tiempo y sus esfuerzos en que las uvas que de su cabeza y manos nacen se hallen en situación de privilegio, y en su virtud acompasen sus cualidades a los resultados que de ellas se espera.

Jaume es biólogo de profesión, botánico por más señas, y taxónomo si queremos concretar. Y lo es con definida vocación desde sus primeros años, en los que sintió el influjo de las plantas y la tierra que se mostraban por doquier ante sus ojos. Desde que nació admira los infinitos bancales que a lo largo de los siglos han transfigurado el paisaje de las tierras que le rodean y que configuran su vida sentimental y profesional. Y se ilusiona viendo renacer los cultivos que una y otra vez, sea por causas naturales como la filoxera, o artificiales como las diversas crisis económicas, han estado en un tris de desaparecer dejando asolado su paisaje.

Estudioso e investigador paciente, ha publicado cinco libros alrededor de los temas de su competencia, entre los que se cuentan “El paisaje vegetal de Teulada” y la “Guía botánica del Parque Natural del Montgó”, amén de multitud de artículos, a la vez que se ejercitaba en el arte de conferenciar e impartir sus enseñanzas por doquier.

Pero desde hace unos años su actividad cerebral, sin perder un ápice de su poder, se fue trasladando a las manos, por lo que devino en agricultor ilustrado, y así los experimentos científicos no se producían ya en una estación climatizada en el centro de una universidad, sino en los campos de su tierra, humedecidos por la lluvia y los vientos que vienen del mar. Para ello adentrémonos en un mundo conocido, tomemos la moscatel de grano gordo, que proveniente de Alejandría de donde toma su originario nombre se distribuye por Europa recibiendo distintas denominaciones –hasta ochenta y cuatro- para una misma real variedad. Y trabajemos sobre ella.

Y así comienza una incesante actividad en busca de la moscatel perfecta: mezclemos nuevos clones en una inacabable serie de injertos los pies de la variedad americana con los vuelos de la europea, lo que nos dará multitud de tipos, que se volverán a multiplicar cuando los plantemos en uno u otro terreno, con sus distintas composiciones. Y después aún conformemos las que más nos interesen mediante las podas: tardías, en verde, o despuntado. Y a cada una de ellas démosle el abono que nos interese, o nos apetezca, o nos inspire. Y recolectémoslas después de que hayan madurado según nuestros intereses, para que los azúcares y los ácidos formen la interesada combinación que nos quita el sueño.

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Tras este trajín descansemos: en pocos años podremos responder al enólogo o al bodeguero interesado cuando nos apremie: necesito cien mil kilos de uva moscatel de Alejandría, con equis grados de alcohol y no sé cuantos gramos de azúcar.

Le diremos: los tengo.

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