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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una larga y dura resaca

Durante 30 años no hemos hecho otra cosa que orbitar en la aparente y aparatosa prosperidad, con disparates y eventos más costosos y arriesgados que nadie y nunca

La embajada de la Comunidad Valenciana en Bruselas llegó a tener 67 empleados, según escribía Fernando Ónega la semana pasada en su sección sabatina de La Vanguardia. Es uno de esos datos inauditos que, al reflujo del despilfarro, van emergiendo de ese todavía opaco mundo que el PP construyó durante años al amparo de su mayoría electoral, fútil instinto democrático y vasta arrogancia. Queda por airear en este asunto cuántos y hasta qué parientes amigos o amantes se beneficiaron de ese chollo, pero es muy probable que también lo acabemos sabiendo, aunque sólo sirva para aleccionar a futuros gobernantes acerca de los excesos del amiguismo, nepotismo y clientelismo que tanto han prodigado por estos pagos los gobiernos peperos.

Argüirá —y con razón— el lector que ese es tan solo uno de los derroches menores, que incluso se justificaría como escuela de idiomas o descansadero para políticos socarrados. Mejor o menos arriesgado eso que, por ejemplo, encastrarlos en el mundo de las finanzas. Ya se han visto las consecuencias de la audacia, codicia e impericia de tanto político metido a bancario o cajario. Aún recordamos las confidencias del ex molt honorable José Luis Olivas cuando, descabalgado de la presidencia de la Generalitat, acariciaba un retiro como eurodiputado lejos de las trifulcas aldeanas y sin apenas responsabilidades, una bicoca, en suma. Sin embargo, la ambición le ofuscó y, como es sabido, se subió a la cresta de Bancaja para escampar la ruina y acabar con un pie en el banquillo.

No vamos a evocar aquí, pues sería reiterativo y además no hay espacio para ello, la nómina de delirios suntuarios que satura la gestión del PP desde que, con pompa y descaro, apostó por rescatarnos de la mediocridad e instalarnos —decía— en la historia. Durante 30 años no hemos hecho otra cosa que orbitar en la aparente y aparatosa prosperidad, con disparates y eventos más costosos y arriesgados que nadie y nunca. Desde esta perspectiva, la aludida embajada de los hermanos Marx se nos antoja coherente con tal demencia, como resulta coherente el hostión que colectivamente nos hemos dado. Tan es así que el mejor consejo para los jóvenes es que se preparen para emigrar, como en los pasados años 50. La diferencia es que en esta ocasión las maletas no serán de madera y cuerda, aunque tampoco es seguro que encuentren un tajo allende la frontera. A este país le queda todavía una larga y pesada resaca para recuperar el aliento político y económico. Por ahora, el único sector que al parecer navega a toda máquina es el de las universidades católicas, que no deja de crecer, y dudamos que eso sea una buena noticia académica.

En el marco de este panorama deprimente es justo anotar el raro gesto de la diputada, exconsejera de Bienestar y exportavoz del Consell, Alicia de Miguel. No ha esperado a estar imputada por las relaciones de su consejería con la trama Gürtel y se ha apresurado a renunciar a su acta parlamentaria asumiendo así sus responsabilidades políticas. No consta que recibiera obsequios en forma de bolsos, prendas, viajes u otros espejuelos. Se limitó a concertar servicios con quien por mandato superior o inercia los contrataba el partido. No es correcto, incluso puede ser punible. Pues bien, ahí queda su escaño. Menuda bofetada a quienes se enrocan en la poltrona. Cuando de la mano de Boris Vian escupamos sobre las tumbas (políticas) de tanto sinvergüenza sabremos distinguir quien ha sido y es diferente.

 

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