El espía en casa
A partir de ahora, entre mi portátil y yo van a cambiar mucho las cosas. Se acabaron las intimidades
El hombre es un sujeto de incertidumbres, la mujer ni les cuento. Todos tenemos dudas acerca de quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos y todo eso. Algunos tratan de combatir ese vértigo existencial redondeando su personalidad con un perfil en Facebook. En las redes sociales al parecer uno puede encontrar las respuestas a todas las preguntas, incluso aquellas lo suficientemente excéntricas como para convocar un referéndum.
Pero a lo que iba, usted puede estar una romántica noche de verano conectado tranquilamente a Internet por azar o por necesidad, pensando en la luna, sin saber que el satélite acaba de entrar a saco en su vida por la ventana como entraba la lechera en casa de mis abuelos. Pensarán que estoy un poco rayada por las revelaciones del caso Snowden, pero el asunto de la ciberguerra entre Estados me traería sin cuidado si nadie osara meter la nariz en mis asuntos.
Me explico. Para las vacaciones de este año acariciaba yo vagamente la idea de un viaje distinto por latitudes polares o así. Ya saben, renos, frío, glaciares… Pues bien, el otro día recibí por correo un catálogo completo de equipos para expediciones árticas con brújula incluida, y lo más curioso es que ni siquiera había decidido aún sacarme los billetes a Finlandia. Cambié de ruta inmediatamente, por supuesto. ¿Cómo es posible que una tienda en la que yo no he puesto un pie en mi vida conozca mis intenciones mejor que yo misma? Pensarán que se trata de una simple coincidencia, pero no me fío. Las casualidades las carga el diablo.
Algo está sucediendo tras la luz melancólica de la pantalla de nuestros ordenadores. Los Estados y las empresas se van colando por el flanco más débil de nuestra intimidad, que es el alma inmortal, según Santa Teresa. Y ahí estamos perdidos. Se cruzan datos, movimientos de cuentas, hábitos de consumo y estadísticas hasta que lo atrapan a uno en la red como a un conejo.
Puede que una pareja no sepa todavía sus planes de futuro, pero seguro que El Corte Inglés los tiene ya clarísimos. Y así puede darse el caso de esa mujer de Villarreal que recibió un despliegue publicitario de cochecitos y accesorios para el bebé y se obsesionó tanto que tuvo que ir corriendo a una farmacia a comprarse un predictor para no volverse loca. Puede parecerles una reacción desmesurada, pero el test confirmó el diagnóstico. Efectivamente estaba embarazada. No se trata de ciencia ficción, es solo que la vida se parece demasiado a la realidad. Las centrales de espionaje contratan a compañías privadas para llegar a sus clientes y utilizan sus datos online. Con algunas pistas que vamos dejando incautamente en nuestro muro de Facebook, como edad, profesión o estado de ánimo, las grandes corporaciones se hacen perfectamente una composición de lugar. Ya ven, se deja una la pantalla del ordenador abierta y acaba embarazada perdida sin comerlo ni beberlo. Como para no mosquearse.
Las redes sociales pueden ser una herramienta formidable, pero hay algo en ellas muy desasosegante. Tengo amigos que se pasan horas conectados, creyendo que están chateando con una bellísima sirena que al final resulta ser un sargento de la Guardia Civil con un bigote como el de Stalin.
No crean por esto que soy una detractora de las nuevas tecnologías. Todo lo contrario. Pero en la niebla del ciberespacio están ocurriendo fenómenos muy raros. A partir de ahora, entre mi portátil y yo van a cambiar mucho las cosas. Se acabaron las intimidades. Ustedes hagan lo que les parezca, pero a mí no me deja embarazada una multinacional se ponga como se ponga.
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