Coherencia brutal
Existe la costumbre política de favorecer que intereses privados se apoderen del litoral
Tuve que ir a Málaga y recorrí el paseo marítimo que sale del centro de la ciudad hacia el este. Algo se había perdido: antes veía más mar, más playa, más horizonte. Lo nuevo es una cadena inacabada de mínimas naves comerciales, locales para un concesionario de coches o de motores fueraborda, quién sabe. Una amiga me explicó que son chiringuitos en fase final de construcción, pero no me parecían chiringuitos, sino restaurantes. Los locales que han levantado en las playas de la Malagueta y la Caleta no tienen aspecto de merenderos, de quioscos, de chiringuitos, por hablar a la manera que impusieron los veraneantes madrileños que llegaban a Málaga en los años sesenta. No son montajes provisionales, para la temporada de calor. No tendrán un público de chiringuito, ni creo que sus explotadores quieran eso. No es lo mismo acercarse a un merendero que entrar en un restaurante.
Ciegan la visión de las playas, pero, como arquitectura de nave industrial, me parecieron muy coherentes. Son blancos, austeros, de ladrillo y cemento, geométricos y simples, utilitarios, para vender lo que sea, incluso esculturas. Y es coherente desde un punto de vista económico que no sean efímeros, de poner y quitar, sino estables, bien anclados en el territorio. Hace años que el tiempo libre, de vacaciones y diversión, es un factor esencial del movimiento perpetuo del dinero. El tiempo libre es para gastar: es la otra cara del trabajo. Hay que devolver a la máquina económica el dinero recibido a cambio del trabajo realizado. Es obligatorio, forzoso, dedicar el ocio a gastar en los negocios ajenos, pero también es agradable, por lo menos en el momento de consumo, como algunos productos alcohólicos.
Málaga es un país turístico, para veraneantes de las cuatro estaciones, y parece lógico que los merenderos o chiringuitos se hayan ido varando en las playas, metamorfoseándose en hormigón. Parece que, por lo menos en un principio, los restaurantes de las playas de la Malagueta y la Caleta tenían cierta inspiración naviera, como si quisieran ser barcos terrestres. El techo es plano y, como suelo para una terraza de bar, no oculta la ambición de transmutarse en cubierta de barco, con su barandilla y sus chimeneas y su torre vigía, deseo que cumplirán pronto, estoy seguro. La idea no es sólo coherente con el paisaje marinero: también se amolda al tráfico portuario. Los nuevos restaurantes de playa pueden convertirse en extensiones de esos cruceros que paran en Málaga, tartas navegantes de merengue inmaculado.
La economía es una rama de la cultura, y no al revés, aunque la rama económica sea tan poderosa que decide qué otras ramas hay que podar para sacar cuanto antes más dinero. Por seguir hablando de cultura, los restaurantes que construyen estos días en la Malagueta y la Caleta son también coherentes con tradiciones arquitectónicas del país: en Málaga no resulta difícil encontrar casas con aire de popa de barco, según modas nacionales o internacionales de hace 80 años. El Centro de Arte Contemporáneo de la ciudad, antiguo mercado de mayoristas, mezcla tipos de arquitectura fascista italiana con formas de avión y aeropuerto. Lo construyeron en honor de la aviación nacional recién acabada la guerra de 1936. En aquellos años 30 hasta los edificios querían volar y navegar, y esas cosas modernas suelen copiarse masivamente como elementos decorativos un siglo después de su invención.
Pero, en primer lugar, estos nuevos restaurantes son coherentes con el espacio donde aparecen, playas artificiales de arena renovable y agua estancada, modeladas hace menos de tres décadas sobre las playas de piedras y chinos. La zona ya había crecido en los años 60 en torno a cortinas de bloques de muchas plantas y muchos pisos, que, si hoy nos parecen normales e incluso nos gustan, quizá mañana a los antropólogos futuros les ofrezcan vestigios de una civilización extraña o, un poco más, muy rara, o más, monstruosa. Estos restaurantes playeros, tan escuetos y anodinos, estarían bien en cualquier sitio, pero en estas playas son un síntoma de que la febril rentabilización privada del suelo público no acaba nunca, a pesar de los últimos desastres económicos. La aparición de estas naves comerciales en las playas malagueñas mantiene una coherencia brutal con la costumbre política de favorecer que intereses privados se apoderen del litoral o lo consideren suyo. Las playas del país, de levante a poniente, están cortadas por bares, torres de apartamentos y de hoteles, urbanizaciones enteras. ¿Qué importan siete restaurantes más? Es desmoralizador.
Justo Navarro es escritor.
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