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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Perros de ciudad

Como muy acertadamente diría Lord Byron si viviera en esta ciudad, cuanto más conozco a los concejales, más quiero a mi perro

Sé que a veces resulto molesto, pero me tengo por un economista a quién le gusta contrastar las sofisticadas teorías que surgen de nuestro desprestigiado intelecto, con los sucesos que acontecen en la vida cotidiana. Me interesa saber, por ejemplo, si el mercado satisface en la práctica las necesidades de la gente de la manera eficiente que predice la teoría. Pero también qué variables utiliza el sector público para decidir sus acciones y evaluar su impacto en el bienestar de los ciudadanos.

Sobre la presunta eficiencia del mercado no tengo mucho que añadir, excepto que sigo sin encontrar zapatos del 42 en las tiendas, porque, como acertadamente me recuerda siempre el dependiente, “son los que más se venden” (no quiero ni pensar cuántos venderían si, además, los tuvieran). Y respeto a la gestión del sector público, solo recordaré al auditorio que jamás he conseguido tomar un tren a la hora marcada en el panel de la estación del Metro de Facultats, sea cual sea el día y la hora en que lo intente.

Pero a lo que voy. Desde que, de manera totalmente inconsciente, opté por tener una mascota, vengo observando el funcionamiento de la gestión municipal en materia de perros, y créanme si le digo que no salgo de mi asombro. Y no es porque no existan unas ordenanzas que considero muy razonables, como que los perros no pueden ir sueltos en lugares públicos, o que los considerados peligrosos deben llevar bozal, o, en fin, que los propietarios son responsables de la limpieza de los excrementos. No, todo esto me parece correcto. El problema es que, en la práctica, queramos, o no, los perros necesitan espacios acotados y adecuadamente distribuidos por la ciudad para moverse libremente unas horas al día, y estos, con pequeñas excepciones, no existen.

El resultado es que se produce espontáneamente una solución “a la española”, es decir, los animales corren y juegan sueltos, de manera ilegal, mezclados con paseantes, estudiantes Erasmus en biquini, ciclistas, practicantes de jogging, y demás especies urbanas, mientras sus propietarios otean estresados el horizonte por si aparece algún agente de la ley dispuesto a amargarles el día, sin que, ni los unos ni los otros, puedan descansar un solo momento. Es lo que podríamos llamar un óptimo de Pareto a la inversa; o sea, una situación en la que todo el mundo pierde, y que, sin embargo, sería muy fácil de solucionar con un pequeño plan que no costaría a los técnicos municipales más de dos horas de su tiempo y un pequeño mapa de la ciudad. Y puesto que no hay interés en hacerlo, hemos de pensar que los ediles, o no saben hacer su trabajo, o creen el beneficio electoral que obtendrían por ello es insignificante. La consecuencia es que seguimos en esta especie de caos controlado que, según todos los indicios, los valencianos consideran ya su hábitat natural.

Y es que como muy acertadamente diría Lord Byron si viviera en esta ciudad, cuanto más conozco a los concejales, más quiero a mi perro. Un sabio.

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