Un espectáculo inusitado
Escribir a mano se está convirtiendo en una excentricidad por la que vale la pena pagar
En la calle principal del país costero donde vivo, en el extremo oriente de Málaga, y en la zona de la calle con menos comercio turístico, pide limosna una señora. Pide cuando menos gente hay, de noche, y no tiende la mano: deja una gorra en el suelo para las monedas. La calle Pintada es la preferida de los mendigos del lugar, que suelen exhibir muletas y distintos problemas físicos, o son músicos o artistas malabares. Pero la señora no toca ningún instrumento, no parece sufrir ningún mal, y el único espectáculo que ofrece al público para que le den a cambio alguna calderilla se limita a escribir sin parar con un bolígrafo en un cuaderno tamaño folio, sin mirar a quien pasa, confiando en que la gorra vacía pida por ella dinero.
Ahora que se escribe y se lee más que nunca, aunque se escriba y se lea con medios electrónicos, no sé si escribir a mano puede verse como algún tipo de invalidez, o de acrobacia o de habilidad exótica. Quizá la aparición de la señora que escribe sea sólo una representación teatral, una performance artística que consiste en una joven que escribe a mano a la vista del público. La señora, muy joven, tiene pinta de actriz que interpreta el papel de una vagabunda, y escribir a mano se está convirtiendo en una excentricidad, un espectáculo por el que vale la pena pagar.
Nunca se ha escrito tanto como ahora, y hay quien no suelta jamás su máquina de escribir, quiero decir su teléfono móvil, y ve pocas veces su letra manual, esa línea de tinta o de grafito firme o temblorosa, solo suya, como el carácter, nerviosa o serena, irregular, cambiante, pista para los calígrafos forenses y los psicólogos recreativos. Incluso las viejas máquinas de escribir transmitían a sus documentos algo físico y personal: el golpe a la tecla del mecanógrafo, el estado de los tipos de la máquina. El cuento más antiguo que conozco donde la mecanografía juega un papel decisivo es Un caso de identidad, de Arthur Conan Doyle: Sherlock Holmes descifraba en 1889 el enigma de un fraude epistolar por la forma de las eres y las eses de la máquina con que se cometió el delito, y anunciaba su intención de redactar una breve monografía sobre la máquina de escribir y su relación con el crimen.
Existen ya policías especializados en investigar delitos cometidos con ordenador, pero, teniendo en cuenta que los malhechores son siempre una exigua minoría, más interesante que el uso perverso de las máquinas es el efecto que el nuevo modo electrónico de escribir está ejerciendo sobre las mentalidades y las formas de razonar. La máquina de escribir modeló la literatura de su época al ritmo de percusión de las teclas. Dicen que el primer filósofo mecanográfico fue Nietzsche, que empezó a escribir a máquina para evitar el fastidio de su miopía extrema. Un periódico, el Berliner Tageblatt, daba la noticia en marzo de 1882: el ilustre pensador, que había tenido que renunciar a su cátedra por problemas en la vista, “con la ayuda de una máquina ha reemprendido sus tareas de escritor”.
La máquina de Nietzsche había sido inventada por un sabio danés, director de una institución para sordos. El sabio ideó un artefacto que ayudara a los ciegos y a los sordos a escribir a la máxima velocidad y de forma mecánica. El estilo de Nietzsche, según el periódico berlinés, sufrió una transformación al pasar por la máquina de escribir (“Su nueva obra ofrece un marcado contraste con sus primeros y notables escritos”), y el filósofo corroboró que había pasado de la retórica al estilo telegrama, de los largos razonamientos al aforismo y la ocurrencia. La herramienta que elegimos para escribir afecta a nuestros pensamientos.
En las primeras máquinas de escribir los ojos no tenían que trabajar, el papel no estaba a la vista, se tecleaba a ciegas. No había que seguir con los ojos la línea de tinta como cuando escribimos a mano, vigilantes para no torcernos. Ahora los pulgares pulsan automáticos sobre los teléfonos móviles, escriben rápida e incesantemente en cualquier sitio, combinando, quién sabe, la carta comercial y el mensaje amoroso, en una apoteosis de escritura que va más allá del alfabeto y alcanza el dominio de los ideogramas o emoticonos, :-). Mientras escribimos, está cambiando la manera de mirar y entender y pensar las cosas. La joven vagabunda que pide escribiendo a mano ofrece una exhibición de un arte o una técnica muy antigua en la que intervienen instrumentos tan prodigiosos y antediluvianos como un bolígrafo, y el espectáculo inusitado reclama unas monedas.
Justo Navarro es escritor.
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