Me cené a Machado
Me invitaron a cenar en el Majestic para probar los platos preferidos del poeta al cumplirse 75 años de su estancia en Barcelona
Me invitaron anoche a cenar en el Majestic, en realidad no “me” invitaron a mí sino a EL PAÍS, pero como el diario entero, con sus instalaciones, sus trabajadores y todos sus lectores, no cabían en el suntuoso comedor, fui yo en representación de todos —sintiendo naturalmente sobre mis espaldas el peso abrumador de semejante compromiso, tarea y representación—; pero por nada del mundo me hubiera zafado del asunto, porque me iban a dar de cenar exactamente los platos preferidos del poeta, en una conmemoración de los días de 1938, hace 75 años, en que escapado de Madrid y de Valencia se alojó en este hotel, con parte de su familia, antes de mudarse a una torre en San Gervasio y antes de seguir viaje hasta Colliure y el cementerio de Colliure y de ahí a “mirarle a Dios a la cara” (Juan Ramón dixit). Se me invitaba, se nos invitaba, pues, a comer lo mismo que a él le gustaba comer, o sea prácticamente se trataba de una comunión con el poeta y eso no me lo hubiera perdido por nada del mundo. Recuerdo como si fuese ayer a Valverde en el aula diciendo los versos de Machado y los que más le gustaban o aquellos de los que preferentemente nos hablaba eran los metafísicos de la primera época, los de Soledades y Galerías y cómo Valverde estaba muy interesado en el problema del lenguaje, en la insuficiencia del lenguaje para expresar el mundo, decía los versos aquellos sobre los niños que cantan (o cantaban, porque no sé si los niños siguen cantando cuando se reúnen, por ejemplo, en el patio del colegio, la plaza, o bajo los plátanos del paseo) canciones cuyas palabras se han ido alterando con la erosión del tiempo y el paso de las generaciones, hasta que no tienen sentido. Valverde decía: “Piensen ustedes, no es una tontería, piensen ustedes en El corro de la patata. ¿Qué es eso del corro de la patata? Porque más allá o detrás del sentido perdido o sinsentido queda algo que... Machado lo decía así: ‘Cantaban los niños / canciones ingenuas / de un algo que pasa / y que nunca llega: / la historia confusa / y clara la pena’. O sea, aunque las palabras han dejado de tener sentido, el vínculo humano al que aspira el lenguaje se mantiene: por el tono, por la cadencia, por la música, en la intención”.
Naturalmente él lo decía mucho mejor, clara la historia y clara la pena (la pena que le daba observar los rostros estupefactos de sus alumnos y comprender que no entendíamos ni la historia, ni la pena, ni nada de nada de nada). Otro de los poemas que a Valverde le gustaba decir y analizar, también de Soledades, es uno en el que el poeta interpela a la noche, y esta le responde que sí, que ha oído sus quejas, su dolor, en fin, su llanto, sí que lo ha oído “pero en las hondas bóvedas del alma / no sé si el llanto es una voz o un eco”. Parece que fue ayer, parece que le estoy viendo y escuchando decir “no sé si es una voz o un eco”. Y enviándonos una mirada penetrante, aunque cansada, desde su rostro de lechuza.
En fin, ese es el Machado que prefería Valverde por lo menos en el año en que tuve el privilegio de escucharle. El Machado que señala las grietas entre las palabras y las cosas, entre el ser y la representación, la grieta en el Yo, el yo que vaga como borrosa sombra en un laberinto de espejos (sic, y antes de Borges).
A mi amigo Gombau, en cambio, le gustaba el Machado de Juan de Mairena, del que podía hablar largo y tendido. Ezkerra a Machado lo cita siempre, yo creo que en todos sus libros hay alguna referencia, un día le pregunté qué le gusta tanto de Machado y me dijo: “Es que lo dijo todo de España. Todo lo que nos ha pasado, lo que está pasando ahora, lo dijo él como si su poesía la estuviese escribiendo ahora”.
Monique Alonso, gran estudiosa del exilio y especialmente de Machado, valora especialmente “su don de anticipar las cosas, de prever, y especialmente el Mairena, y la persona”, sobre la que le habló mucho Rafael Alberti: “Era bueno, inteligente por supuesto, sus escritos lo demuestran. Y aunque tenía ese aspecto de hombre maduro y serio, era socarrón y divertido. Se debía dejar querer...”.
Y a mí, lo que más me gusta de este poeta que nos ha hecho tanta compañía, es... ¡Ah, se me olvidaba explicar cuáles eran sus platos predilectos! O sea los que anoche me sirvieron en una versión delirantemente sofisticada, posmoderna y suculenta, en el Majestic: Garbanzos y cordero. Ya decía yo. Ya me lo imaginaba. Y así anoche mientras iba comiendo lo mismo que comió él, y por el mismo procedimiento, o sea, metiéndome los alimentos en la boca, mientras iba comiendo los garbanzos con la máxima unción y muy atento por si se producía algún fenómeno paranormal y lírico, me pareció, en efecto, oír... una voz o un eco... que decía: “¿A que están ricos?”.
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