Gogol en Barcelona
Barcelona es una ciudad anegada por mareas de gente que gritan porque les han engañado con la casa
Despierta, hermano, el magnetismo animal no es poner imanes de gatos en la nevera. Se trata de algo invisible, pero que Mesmer pudo mirar cara a cara una tarde de lluvia y de hipnosis en aquella Viena suya decrépita, barroca, baqueteada por las epidemias y el hacinamiento de los judíos en los barrios pobres. Mesmer dijo percibir en una paciente un flujo eléctrico y supuso que eso tan magnético era la salud. Pero el magnetismo animal, lo estamos viendo hoy, es la corriente que nos arrastra por los adoquines como si fuésemos tranvías. Es lo que nos hace vibrar como un diapasón entre la voz de su amo y la voz de la conciencia; dos criaturas a elegir: el perro y el grillo. El magnetismo animal es la fascinación por la gente, por el mogollón que se ha echado a la calle con pancartas descomunales que reproducen el Guernica de Picasso, con banderas que llevan impreso el cuadro de El cuarto Estado, aquel de los campesinos marchando hacia la industria, que sirvió luego para el cartel de Novecento. Así son las manifestaciones ahora en Barcelona. El personal hablándole en la calle a gobiernos que no escuchan, y de esta manera parece que de repente la ciudad se llene cada tarde de sábado con decenas de miles de locos que van hablando solos en un alzheimer de camisetas monocolores donde la lucha por no olvidar es también a vida o muerte. Sí, así es Barcelona cuando avanzan las reivindicaciones en columnas hacia el corazón de la ciudad. No es la ciudad burguesa donde los trabajadores pueden ir al centro para darles algarrobas a las palomas de la plaza Catalunya. Es una ciudad anegada por mareas ingentes que gritan porque les han engañado con la casa, con el trabajo y en las cajas de ahorros, les han robado hasta las mantas de los hospitales (sí, lo dicen los Goyas, en sus grabados se ve esta misma desesperación y esta misma incertidumbre, todo esto viene de lejos). Una larga marcha (siempre es así, la noche es corta pero la marcha es larga) de familias que se sienten rotas porque les han quitado todo (es decir, todo lo que creían tener); de gente libre en un mundo libre saqueada por los eternos dueños de este país donde el dolor persigue como una sombra a cada mujer, a cada hombre, por las autopistas, las aceras, los ascensores... En este secarral rodeado de mar por todas partes menos por una que le une a Hollande, el dolor es la única compañía que se tiene. ¿Recuerdas la historia de Juana la Loca? Reina de picas habiendo querido ser reina de corazones, fue arrastrando su depresión por su siglo de oro sucio (ay, si hubiera tenido que vivir hoy con una pensión de viudedad) y acabó muriendo encerrada, primero por su padre, luego por su hijo (la violencia siempre es uno de los nuestros), en el palacio/cárcel de Tordesillas (perteneciente también a la pública concertada).
Tantos años de gobernar a solas han vuelto desconfiados a los viejos líderes
Cada vez que el poder dice populismo (el poder es tanto quien manda como quien quiere mandar) está aludiendo a uno de los dichos más repugnantes del refranero, ese de que quien bien te quiere te hará llorar. Se nos ha hecho un tapón oligárquico en la democracia. Tantos años de gobernar a solas han vuelto desconfiados a los viejos líderes, y, resentidos por pasar periodos de oposición, la palabra populismo en sus labios significa que no permitirán otra casta que la sangre vieja. En esta tierra se calumnia a los nuevos demócratas como históricamente se ha ultrajado y perseguido a los judíos y a los gitanos. En esta tierra (no te hagas ilusiones, hermano, la tuya sólo existe en las canciones de Woody Guthrie), al recién llegado se le expulsa a donde no se le vea el hatillo: al corazón del bosque, a los bloques, al plástico de los invernaderos. Hay un monumento gigantesco en Barcelona que ensalza el exclusivismo del poder. Es el de Colón con el dedo tendido. Puesto allí, en lo más alto, al final de la Rambla, en el mismo sitio en que anidaba el Buitre Buitaker de Gallardo, Borrallo y Mediavilla, con sus gafas negras y su chapa de Fuerza Nueva. Su dedo, que no señala a América (habría que estar borracho para echarse a nadar rumbo a la tumba de Grant en esa dirección) ni señala a ningún lugar en concreto. Lo que hace ese dedo es el gesto tan castizo de la expulsión: largaos de aquí. El de hacer política a dedo es otro gesto, que está reconcentrado en el dedo de Bárcenas.
Es más populista querer dirigir a la gente que aceptar que la gente se organice por sí misma. El lenguaje es un boomerang que acaba rebotando a la frente del hablante. Se hace populismo al decir populismo. Lo cantaban Los Burros: las palabras que termina en -on, esas suelen ser para morirse de risa. Y las palabras que terminan en -ismo son las más dictadoras. Toda terminación en -ismo conlleva un golpe de Estado y, cuando aparece, los significados tienen que exiliarse a otra parte del diccionario. Así como en nombre del marxismo en los antiguos países socialistas se hubieran cepillado al mismísimo Marx, y así como el cristianismo se convirtió en la dictadura de las enseñanzas de Cristo sin Cristo, el populismo es la dictadura del pueblo sin el pueblo. El pueblo no es populista. Es otra cosa. Lo dice claro la canción Grândola Vila Morena que, como una barra de pan recién salida del horno, de nuevo llevan día a día los portugueses por las calles: en cada esquina un amigo, en cada rostro igualdad. El pueblo es la gente (en inglés los nombran con la misma palabra). Ser gente es la manera que tiene el pueblo de salvarse del populismo. La gente está saliendo a la calle para manifestarse por la ilusión, por la esperanza, por la capacidad de futuro. La gente está saliendo en oleadas que recorren Barcelona a contracorriente en todos los sentidos, incluido el del itinerario. Populismo es querer desacreditar a toda esta gente en nombre de mayorías muertas como las almas muertas del comprador de siervos de Gogol.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.