La ilegalidad como norma
"Los auditores suelen calificar como incidencias estos generalizados enjuagues, que en realidad son reminiscencias tercermundistas, propias del juzgado de guardia"
Como parte del programa oficial de fiestas navideñas y con el ceremonial acostumbrado, la Sindicatura de Comptes ha presentado en las Cortes la auditoria sobre la gestión de la Generalitat correspondiente al año 2011, de la que sin duda tiene noticia el lector. Una vez más, el órgano fiscalizador ha emitido su dictamen sobre algunas de las irregularidades que ha constatado en el mentado ejercicio y que sumariamente podemos comprimir en dos rasgos: el estado de quiebra técnica de las finanzas autonómicas y la contumacia rebozada de descaro con que el Gobierno autonómico se cisca en la legalidad vigente. Una característica, ésta, que ha sido una constante en creciente agravamiento desde que el PP ganó las elecciones en 1995 y, hegemónico e incontestado, configuró la administración a la hechura de sus ambiciones, al tiempo que aplicaba la ilegalidad como norma. Un capítulo más, acaso, de lo que el dirigente socialista Ximo Puig ha descrito como “corrupción sistémica”.
Prueba de lo dicho es el referido informe auditor. Visto en su conjunto uno puede creer que se corresponde con el Día de la Marmota por la reiteración de los asuntos que aborda un año tras otro, las repetidas irregularidades que denuncia y el mismo apagado tono con que lo hace por más escandaloso que nos resulte el desmán señalado. La arbitrariedad a la par con la opacidad son las notas más comunes de los asuntos auditados y ello explica el auge de tramposos y tramperos a la hora de adjudicar y beneficiarse de contratos sin observar los obligados principios de publicidad y concurrencia en beneficio de la adjudicación a dedo. Los auditores suelen calificar como incidencias estos generalizados enjuagues, que en realidad son reminiscencias tercermundistas, propias del juzgado de guardia.
En los años germinales de la autonomía, digo de los 80, cuando tanto los políticos como los funcionarios eran de aluvión y en su inmensa mayoría no tenían el colmillo retorcido, el cuerpo de interventores ejercía su autoridad y salvaguardaba razonablemente el buen fin de los —pocos— dineros públicos. Esa autoridad se esfumó con los años de prosperidad y, sobre todo, por el autocrático e imperativo estilo de gobernar, propio de nuevos ricos que afluyeron a la política “para forrarse” y mangonear sin trabas. El Síndic de Comptes —además de la sanción social y la Justicia— debió ser el freno democrático e institucional a la querencia depredadora que nos ha mortificado y esquilmado como una plaga de trincones. Pero por desgracia no ha pasado de ser una referencia estatutaria que emite anualmente un informe que en modo alguno ha impedido las irregularidades y delitos que nutre esos hitos escandalosos o corruptos que son la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, el Aeropuerto de Castellón, la Ciudad de la Luz, Emarsa, RTVV y etcétera.
No estamos sugiriendo que se licencie esta figura, sino todo lo contrario. Lo que procede es potenciarla, dotándola de medios y de independencia para que no se deprecie cual un don Tancredo emisor de un dictamen periódico y previsible que carece de consecuencias. Es obvio que tal reivindicación exige como condición previa o simultánea la restauración de la democracia y lo que ello conlleva en punto a la observancia de la ley, la transparencia de la administración y el saneamiento de la vida pública con la remoción de quienes la han corrompido con su acción u omisión. Una tarea que no está al alcance del PP, de este al menos.
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