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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La experiencia privilegiada del caos

El victimismo está a la orden del día mientras las auténticas víctimas de esta crisis pasan desapercibidas

Quienes recordamos la maltrecha España de los años cincuenta, con su olor a rancio y su miseria descolorida, con la tristeza y la monotonía pintada en ciudades, calles y gente, vivimos hoy con dolor punzante la posibilidad de recuperar aquel momento sin horizonte. A muchos este paisaje de nuestra infancia, memoria de tantos engaños, nos llevó a buscar sin tregua algo por lo que valiera la pena vivir.

Muchos años después, cumplida nuestra vida, cuando veíamos el cambio enorme del país en las calles, en las ciudades, en sus transportes, en sus gentes, nos permitimos sentir cierta satisfacción: se había logrado un nivel de vida colectivo decente, había educación y medicina para todos. Recuerdo muy bien a Ernest Lluch diciendo lo orgulloso que estaba por haber logrado universalizar la sanidad. A veces me pregunto qué diría hoy aquel socialista moderado y terco de la confusión que nos inutiliza; imagino su tristeza y concluyo que no se resignaría: nuestra generación tuvo muchos errores pero fue luchadora.

No se debe generalizar: hoy demasiados de los herederos de aquellos socialistas han engrosado una derecha vergonzante que ha aprendido a apropiarse demasiado deprisa de lo que no es suyo. El espejismo de la cultura de la eterna derecha ramplona ha creado una generación de nuevos ricos y niños mimados que creen que, ¡alehop!, las cosas se hacen solas. Dicen “¡Estado propio!” y, como si fuera magia, creen decidir la historia colectiva. Sus palabras son un calcetín: les dan la vuelta y todo el mundo lo entiende. Dicen algo tan inocuo como “derecho a decidir” y todos saben, je, je, que hablan de independencia aunque lo nieguen.

Los humanos, ante el desastre, preferimos, a menudo, el autoengaño

Promueven el oxímoron nacionalismo cosmopolita (reciente seminario en Barcelona, ¿a quién se le habrá ocurrido?) y se aplaude tal fantasía. Hablan de “instituciones inclusivas” como si hubieran descubierto la pólvora de la salvación colectiva (pirateando el dudoso pronóstico de unos profesores estadounidenses), pero ocultan que el mercado expulsa gente cada día. Y no puede mentarse el gran espectáculo que vivimos en directo: el gran fracaso del capitalismo como sistema. Acabas deduciendo que ni siquiera la imaginación es libre, tan fácil resulta obnubilar al personal. ¿O no es así? Los humanos, ante el desastre, preferimos, a menudo, el autoengaño.

Horroriza observar que todo esto sucede cuando el paro sobrepasa en España el 25% y que quizá tendrá razón el ministro Guindos cuando aludió, hace un tiempo —un lapsus— a que pronto nadie podrá cobrar el paro; igual es porque nadie tendrá trabajo. Datos últimos sobre la pobreza no dejan lugar a dudas, la inseguridad jurídica es algo más que un mal sueño y la cultura se reduce al monopolio de gigantes como Google, que distribuyen caos a granel banalizando datos y hechos.

Y, cada cual por su lado podrá saberlo, los ciudadanos muy enfadados (por todo) parecen ser legión: se soliviantan a la mínima, lo que, a menudo, les impide priorizar lo importante, su propia fuerza. El victimismo está a la orden del día, las víctimas auténticas pasan desapercibidas. Un panorama que abarca de lo más próximo a lo más universal: si Barack Obama pierde, estaremos claramente sentenciados.

Cada día me digo que observar esta época de mentiras encadenadas e impunes élites tóxicas y valorar lo vivido por esta generación de españoles, por muy triste que hoy sea, es un privilegio. Lo cual, mientras se preparan masas de hombres-robot, programados por algoritmos propagandísticos de toda índole, es un extraño consuelo. Algunos nos decimos que vivir lo que hoy vivimos, esa debacle de todo un sistema de vida —¿hasta cuándo habrá consumidores y productos? ¿Cuándo veremos vacías las estanterías de los supermercados, los automóviles inutilizados, las calles desiertas, la electricidad muerta y el invierno invadiéndolo todo?— es una forma, triste pero aleccionadora, de cerrar el círculo de nuestra experiencia. La generación que no conoció la guerra, disfrutó de un breve Estado de bienestar e imaginó un mundo justo, vive ahora su más importante descubrimiento. Así, la independencia de Cataluña aparece como una anécdota más en la enloquecida marea.

Margarita Rivière es periodista.

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