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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Nos ancêtres les gaulois’

A lo largo de la última semana, las palabras del ministro de Cultura han sido tachadas de inoportunas, de provocadoras, de incendiarias, de neofranquistas, etcétera. Por mi parte, las encuentro sobre todo anacrónicas

“Después de la traumática derrota de 1870 ante los prusianos, y de las subsiguientes convulsiones sociopolíticas (sobre todo, la Comuna de París), los gobernantes de la Tercera República francesa se propusieron preparar la revancha no solo fortaleciendo el ejército, sino sobre todo reforzando el patriotismo y la unidad nacional mediante la escuela pública, laica, gratuita y obligatoria como gran instrumento nacionalizador”. Es así como los maestros, “les instituteurs”, se convirtieron en “los húsares de la República”, los sacerdotes de una religión civil, los prestigiosos forjadores de las conciencias infantiles en torno a una idea monolingüe y jacobina de Francia, una Francia la unidad y la identidad histórica de la cual se remontaban a 2.000 años atrás, a la Galia desafiante ante las legiones de Julio César.

Resumida en la frase “nos ancêtres les gaulois” (nuestros antepasados los galos), con la que comenzaba la lección aprendida de memoria por varias generaciones de niños y niñas, esta falsificación histórica alcanzó lo grotesco cuando fue trasplantada sin más a las escuelas nativas de Argelia y del Senegal, porque era poco verosímil que sus atezados alumnos fuesen descendientes de las bigotudas huestes de Vercingétorix. Pero París creía que, así, podría hacer de ellos pequeños franceses tan patriotas como los de Borgoña, Bretaña y el Rosellón.

Me he acordado de todo esto a raíz de la ya famosa declaración del ministro José Ignacio Wert revelando el interés del Gobierno de Rajoy por “españolizar a los alumnos catalanes”. A lo largo de la última semana, las palabras del titular de Educación y Cultura han sido tachadas de inoportunas, de provocadoras, de incendiarias, de neofranquistas, etcétera. Por mi parte, las encuentro sobre todo anacrónicas, tan anacrónicas como el polisón o la levita, y más o menos de la misma época. Permítanme explicar por qué.

La enseñanza adoctrinadora, molde y crisol de identidades nacionales, la que Francia desplegó con éxito por el Hexágono, la que la España del “pasar más hambre que un maestro de escuela” quiso y no pudo imitar, corresponde a un tiempo en que el aula, con sus láminas y mapas en las paredes, con su maestro investido de enorme autoridad y sus lecciones memorizadas, era para la inmensa mayoría de la población en edad de formarse la única ventana abierta al mundo, el único canal de aprendizaje, la única fuente de conocimientos e ideas. Aun así, e incluso funcionando en marcos dictatoriales, ya en el segundo tercio del siglo XX ese tipo de educación mostró sus limitaciones: ni la escuela franquista consiguió erradicar de Cataluña el sentimiento de una identidad nacional diferente, ni lo logró la educación soviética en los Países Bálticos, por poner dos ejemplos. Más bien se produjo el efecto contrario.

Siendo así, resulta risible de tan decimonónico atribuirle en 2012 a la escuela el poder de modelar una u otra identidad nacional, de inocular determinadas opiniones, de transmitir una visión del mundo. Cuando cualquier alumno puede ver libremente decenas de canales de televisión de todas las tendencias, cuando a través de Internet tiene acceso a millones de páginas web, de foros, de chats, de blogs, etcétera, cuando entre los adolescentes las nuevas redes sociales echan humo, cuando, por desgracia, la crisis de autoridad de maestros y profesores es tan aguda, ¿cómo imagina el ministro Wert que se podría promover la españolización desde las aulas? ¿Con electroshocks, a base de lavados de cerebro, bloqueando Internet, restaurando el monopolio de Televisión Española, restableciendo los castigos corporales…?

¿No basta con el balance de la asignatura de Educación para la Ciudadanía y de sus sucesivos bandazos ideológicos para entender que los tiempos de la Formación del Espíritu Nacional —sea cual sea la nación— ya no volverán? ¿No basta constatar el lastimoso fracaso de la escuela republicana francesa a la hora de transmitir identidad y valores en esas banlieues multiétnicas siempre a punto de inflamarse? Achacar a la escuela el auge del independentismo es, señor Wert, ser mentalmente coetáneo de Dato o Romanones.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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