Facturas ciudadanas
Está dando la vuelta el mundo ese vídeo en el que Mitt Romney afirma que “hay un 47% de americanos que apoyarán a Obama pase lo que se pase, porque se sienten víctimas y con derecho a que el gobierno cuide de ellos”. Y en el que declara además que “su trabajo no consiste en preocuparse por esa gente”. La noticia me parece valiosa fundamentalmente en dos sentidos. Primero, porque deja bien clara, por encima de cualquiera de los maquillajes o eufemismos que suelen poblar las campañas electorales, la verdadera textura de la ideología política del candidato republicano a la presidencia de EE UU, y de su perfil humano. Lo que no puede sino beneficiar a la democracia. Que los ciudadanos sepan cómo son de verdad sus mandatarios, por debajo de la coraza centelleante, cegadora, de las estrategias políticas, resulta esencial para su libertad de elegir.
Pero creo que lo más importante, y aprovechable para nuestro propio debate público, son las reacciones que esas declaraciones de Mitt Romney han provocado en cuanto se han hecho públicas. Unas reacciones que pueden resumirse en la comprensión inmediata del efecto demoledor que ese vídeo va a tener en su campaña electoral; de que puede comprometer seriamente e incluso anular definitivamente sus posibilidades de resultar elegido. La comprensión inmediata, en fin, de que esas cosas no se dicen en ese país impunemente, sin que la ciudadanía le pase a quien las enuncia la correspondiente factura democrática. Tan conscientes son allí de la penalización que la ciudadanía americana va a aplicarle a Romney, que sus colaboradores están concentrándose en darle la vuelta a ese vídeo, en pegar con loctite discursivo esa porcelana electoral ahora hecha añicos o, al menos, muy seriamente resquebrajada.
Hay muchas maneras de representarse la calidad democrática de un país. Tiendo a privilegiar, entre todas, la que evidencian la agilidad en la contestación social, la constancia con la que los ciudadanos monitorizan la acción política; la prontitud con la que reaccionan ante cualquier desvío, interpretación partidista o incumplimiento de las responsabilidades que ocupar un cargo público entraña por definición democrática. Y quizá, en este caso de Mitt Romney, lo más grave sea, además de la desconsideración con la que ha hablado de ese 47% de americanos, su “olvido” de que un presidente no lo es sólo de un porcentaje de la sociedad, sino del conjunto, de la cuenta total.
En vísperas de una campaña electoral en Euskadi, no puede parecerme más útil trasladar aquí estas consideraciones americanas. Porque también tenemos políticos que se dirigen sólo a un porcentaje de la sociedad (¿qué significa ceder locales públicos a Herrira o colocar carteles a favor de los presos en los autobuses municipales de una ciudad dónde ETA ha asesinado a más de cien personas?); y tenemos necesidad, desde luego, de más reactividad democrática, de más agilidad en las facturas ciudadanas.
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