Autoengañarse
Ningún problema tiene solución sin un buen diagnóstico y duele que personas inteligentes desdeñen el clamor catalán
Han pasado 10 días desde la eclosión cívica del pasado día 11 y, por tanto, la cosecha de reacciones producidas en el altiplano madrileño ya empieza a ser considerable. Dejando de lado aquellas más brutales o grotescas (la de quienes piden repatriar las tropas de Afganistán para hacerlas entrar por la Diagonal a la bayoneta calada, o la de los que pintan la economía de la eventual Cataluña independiente como un mix entre Biafra y Somalia), me gustaría atender a los análisis que, pretendiéndose razonados, serenos y hasta progresistas, reinciden a mi juicio en viejos errores de percepción y caen en flagrantes autoengaños.
Hoy, igual que hace 80 o 100 años, hay en España quien despacha la reivindicación catalana como una farsa, un circo, una cortina de humo urdida por ciertos capitostes para tapar escándalos y corruptelas. Pero la ciencia no ha aislado aún en el ADN catalán un gen de la corrupción que lo distinga del madrileño o del andaluz; ni nadie ha explicado por qué el nacionalismo catalán tendría más capacidad para manipular conciencias que el nacionalismo español; ni es verosímil que un millón muy largo de personas salieran a la calle para encubrir las vergüenzas de ninguna clique. A no ser, claro, que atribuyamos también las protestas laborales de los pasados y los venideros meses al afán de una mafia sindical por preservar sus privilegios, tal como sostiene la extrema derecha…
Lo que afloró el 11-S no es un suflé, ni Artur Mas el aprendiz de brujo que lo hace subir o bajar a voluntad
Aunque a la opinión madrileñocéntrica le cueste admitirlo, los agravios que la sociedad catalana acumula con respecto del aparato estatal no tienen nada de imaginarios ni de míticos. Son muy reales, desde la uniformización de las “chapas de los coches” por parte de Aznar hasta la postergación presupuestaria del corredor mediterráneo, pasando por las humillaciones del Estatuto y la amenaza permanente sobre un statu quo lingüístico ya de por sí bien frágil. ¿Es por ventura una ensoñación identitaria denunciar que, 20 años después del AVE Madrid-Sevilla, el enlace ferroviario de alta velocidad entre Barcelona y la frontera francesa siga inconcluso?
El problema —se escribe desde la Villa y Corte— es que la izquierda catalana ha sido abducida por el nacionalismo. ¿Abducida? Pues qué, ¿Cataluña es el único rincón del mundo donde no se puede ser de izquierdas y, a la vez, querer la soberanía del propio país? ¿No hay izquierdas en Noruega, en Malta, en Eslovenia, en Polonia? Cosa distinta es que el PSC, o su vértice, se halle desgarrado, desorientado y catatónico ante los últimos acontecimientos. No obstante, sin olvidar a Iniciativa y a ERC, muchos analistas de salón se sorprenderían si supiesen, por ejemplo, la cantidad de antiguos militantes, simpatizantes y votantes del PSUC que había entre la concurrencia más madura a la manifestación de la Diada.
Siento llevar la contraria pero, al margen de cuál sea su recorrido en las próximas semanas o meses, lo que afloró el 11-S no es un suflé, ni Artur Mas el aprendiz de brujo que lo hace subir o bajar a voluntad. ¿Acaso quienes así lo sostienen ya han olvidado lo que ellos mismos predicaban del líder convergente hace apenas dos años? Y aquel supuesto autómata frío, aquel producto de laboratorio sin pedigrí ni convicciones nacionalistas, ¿se ha convertido de repente en un ultrapatriota iluminado e insensato, en un peligroso híbrido entre Macià y Companys? Naturalmente, ni una cosa ni la otra. Pero, sobre todo, olvidemos las interpretaciones ad personam: lo que está ocurriendo en Cataluña no es un movimiento caudillista ni el fruto de un liderazgo carismático; más bien al revés, es la ciudadanía agraviada la que empuja a los políticos.
De cualquier modo, ningún problema tiene solución si no está bien diagnosticado. Y sorprende, y duele, que personas inteligentes desdeñen el nuevo escenario catalán como un espasmo quimérico, o un pasteleo de oligarcas, o un engaño masivo. Me recuerdan a Antonio Maura tachando la Solidaritat Catalana de “montón”. Le replicó Joan Maragall: “No és un ‘montón’, senyor Maura. Que no ho veu? És un alçament”.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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