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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La gran decepción

En tres décadas de democracia, la cultura política española ha sido totalmente impermeable a las aspiraciones catalanas

Los principales momentos del último siglo y medio en que una mayoría político-social en Cataluña había tratado de alcanzar para este país una posición confortable y un grado de reconocimiento suficiente dentro del Estado español (en 1873 con la proyectada República Federal, en 1919 con el Estatuto de la Mancomunitat, a partir de 1931 con la Generalitat republicana…), aquellas expectativas se vieron pronta y abruptamente truncadas por actos de fuerza militar (los pronunciamientos de Pavía y Martínez Campos en 1874, el golpe de Primo de Rivera en 1923, el alzamiento de julio de 1936…) seguidos de regímenes autoritarios o dictatoriales.

Paradójicamente, esos desgraciados desenlaces tenían un aspecto positivo: permitían a los impulsores catalanes de tales tentativas mantener la esperanza de que, en otras circunstancias, con algo más de suerte al siguiente intento, el éxito del encaje catalano-español era posible. “Cuando recuperemos la república…”, suspiraron durante décadas los federalistas pimargallianos; “apenas caigan Primo de Rivera y Alfonso XIII…”, se confortaban los nacionalistas de los años veinte; “en cuanto echemos a Franco…”, repitió toda la oposición entre 1939 y 1975. A lo largo de la pasada centuria, el grueso de la sociedad catalana alimentó la convicción de que una democracia española estable y consolidada, libre de cuartelazos y de explosiones sociales, brindaría a Cataluña el poder político, la suficiencia financiera y el nivel de reconocimiento simbólico a los que aquella (sus partidos, sus instituciones, la mayoría de sus ciudadanos) creía tener derecho.

Pues bien, no ha sido así, y lo peor del caso es que esta vez no hay ningún generalote ni ninguna FAI a los que echar la culpa, ni tampoco esperanza alguna de que, en una próxima ocasión, la cosa salga mejor. A partir de 1978, la gobernación de España ha conocido cuatro alternancias, cinco presidentes, mayorías absolutas y relativas, Gobiernos de todas las tonalidades posibles lo mismo en tiempos de bonanza que de recesión, y un largo trayecto legislativo desde la moral nacional-católica hasta el matrimonio homosexual.

El presidente de La Rioja se permite reconvenir a la Generalitat porque esta “derrocha” el dinero en una televisión propia o en unas supuestas “embajadas”

En esas casi tres décadas y media de cambios, y si descontamos la flaqueza inicial de los aparatos del Estado a la salida del franquismo, la cultura política española se ha mostrado absolutamente impermeable a las aspiraciones catalanas de fondo (a la plurinacionalidad, a la igualdad de estatus entre las lenguas, a la equidad en materia de financiación…) y resuelta a recuperar la modesta porción de poder en mala hora cedida allá por 1979 (véanse desde la tempranísima LOAPA hasta la ley de unificación del mercado español que prepara el Gobierno de Rajoy). Esa cultura política hispana sigue considerando, hoy como hace cien años, que las reivindicaciones catalanistas son un extravío, o un subterfugio caciquil, o una traición.

Así las cosas, hemos llegado a situaciones chuscas: el presidente de un territorio cuya representación institucional óptima sería una honesta Diputación provincial —La Rioja— se permite reconvenir a la Generalitat catalana porque esta “derrocha” el dinero en una televisión propia o en unas supuestas “embajadas” (de hecho, contadas y modestas oficinas de representación exterior). Es la consecuencia perversa de haber puesto en el mismo saco una provincia castellana de 320.000 habitantes y una nación de siete millones que proyecta su identidad en Europa desde hace casi mil años.

Comoquiera que sea, muchos de cuantos deseamos para la sociedad catalana un verdadero autogobierno con soberanía al menos cultural y solvencia económica —no una gestoría asfixiada cada fin de mes— no vemos hoy ninguna posibilidad de alcanzar esa meta dentro del Estado español, ni a corto ni a medio ni a largo plazo. Sería muy de agradecer que, aprovechando tal vez la efervescencia de estas fechas, quienes todavía dicen creerlo posible (los federalistas del PSC, los confederalistas de Unió, etcétera) nos explicasen cómo cuentan hacer la tortilla sin romper los huevos: qué reformas legislativas viables, qué correlación plausible de fuerzas políticas, qué liderazgos imaginables en el PSOE y en el PP abrirían las puertas siquiera a lo que se intentó sin éxito en 2006.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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