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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Educación, clasismo y violencia

Pensar que 40 niños por aula rinden igual que 20 niños por aula es no saber de educación

Puede que convirtamos las columnas de periódicos y las calles del país en una procesión de quejas gremiales, y que incluso entre los propios trabajadores nos miremos y nos leamos con recelo para calcular quién tiene la estocada política y económica más profunda y, por lo tanto, quién tiene más derecho a una queja mayor y en primera línea. Eso sería un problema entre la clase trabajadora. Y hablemos de clase, que de eso se trata.

Hay para todos lamentablemente. Los ataques a la sanidad, desde la privatización irreparable de los hospitales hasta el nuevo apartheid (no se llama de otro modo) que prohíbe a un sector de la ciudadanía recibir atenciones médicas, se combinan con una reforma laboral paradójica en sus términos (no es reforma, no se perfila nada, sino que se desdibuja toda una estructura de derechos), con una liberalización de las razones y las vías de despido, con una amnistía fiscal para los dueños de la crisis, con una subida de impuestos sin discriminación de tramos de renta, con la criminalización de la protesta ciudadana por un delito de resistencia pasiva, con la pérdida de derechos como es el derecho de aborto (recordemos: “derecho”; recordemos: “libre”; recordemos: “voluntario”... ¿qué quiere decir #ViolenciaEstructural?) y de servicios como las campañas de prevención del Sida (no se nombra ninguna partida para el Plan Nacional sobre el Sida en los Presupuestos Generales del Estado: ¡buena suerte!), con el despido de funcionarios que se prepara en el País Valenciano, con los asaltos a las televisiones públicas, con la apropiación del concepto de seguridad que hará anular el Tratado Schengen cuando lo consideren necesario, por ejemplo.

Siento caer en la enumeración de las tragedias, pero no merecería ser entendido el ataque a la educación y a la investigación sino en el marco global de desmantelamiento de lo público. Y este artículo no se debería entender como un lamento que pretendiera ser privilegiado.

Pensar que 40 niños por aula rinden igual que 20 niños por aula es no saber de educación. Creer que cinco horas semanales más por profesor es asumible sin menoscabo de la calidad es no saber de educación. Considerar que la reducción de plantilla en un centro es numéricamente posible es no saber de educación. Pero del desprecio, han pasado a la condena. Aumentar exageradamente el precio de la universidad pública es una medida clasista. Reducir el número de carreras en función de criterios de rentabilidad es una medida clasista. Sancionar con matrículas exageradamente caras al alumnado que no pueda superar la primera convocatoria de una asignatura es una medida clasista. Obligar (y el verbo es preciso) a cursar másteres que superan los 2.000 euros para poder trabajar en algo de formación propia es una medida clasista. Clasismo es seleccionar a los alumnos que tienen posibilidades económicas... y estamos en ello; la educación trataba de seleccionar a los ciudadanos que con su talento y su esfuerzo merecían servir mejor a lo colectivo; ahora tratará de crear una nueva élite que, paradójicamente, tendrá una formación mucho más pobre. Y ese clasismo traerá aparejada una mercantilización rampante, fuera del control estatal, en el ámbito de la educación media y en la superior.

No hay oposiciones a profesor de nada. Se han suprimido los programas de lectorado para salir al extranjero a dar clases. Las ayudas para la investigación y para realizar un doctorado a los alumnos que terminan las carreras están en el aire. Si no hay trabajo y la educación se vuelve prohibitiva, ¿qué hacer? La idea feliz del consejero de Trabajo de la Generalitat de Catalunya es la de muchos: a Londres, a servir cafés. Pero eso no es solución. Es clasismo. Y si el Estado corta todas las vías de cohesión social y hace alarde de una reflexión tan baja y tan instintiva, tendrá que hacerse responsable de la violencia que genera. Y digo “que genera”. No digo “que genere”.

Clasismo es seleccionar a los alumnos que tienen posibilidades económicas, y en ello estamos

Triturar la educación, la formación, los circuitos culturales y bloquear las expectativas de toda mi generación espero que sea bueno económicamente. Sin embargo, unir frustración, control, multitud y tiempo libre puede resultar una combinación peligrosa. Las Humanidades no pueden considerarse frívolas ni prescindibles: señalan el camino exacto de lo que ocurre, detectan las operaciones ideológicas que se están activando para desmontar toda resistencia ciudadana y son capaces de proponer nuevas formas de conocimiento y nuevas formas de relación entre sujetos. Es un peligro despreciarlas, y se desprecian subiendo los créditos de docencia a profesores universitarios hasta un límite que se asemeja a la producción industrial o cercenando la vida laboral de miles de profesores contratados (y es verdad que son miles), que se unirán a mi generación perdida en un salto precario-temporal calculado y sin precedentes.

Unamuno, pese a él mismo, defendió sus clases de griego en Salamanca, se encaró públicamente con un fascista mutilado (al que este país sigue honrando) y llegó a cierta conclusión: “que investiguen ellos”... Nosotros, ni tan Unamuno ni tan clases de griego en Salamanca (con perdón), un poco más TIC, un poco más educación integral y un poco más Tutoría Virtual, podríamos llegar al mismo punto: “que investiguen ellos”, los de la calculadora, los de las listas de servicios denegados, los del negocio libre, los del yate con martini, los de la caza de elefantes en Botsuana, los fascistas mutilados. Y el Estado deberá hacerse responsable de sus consecuencias.

Nota: lo de fascistas mutilados entiéndase como un símbolo. No está la vida como para andar insultando. Bastante drama es observar. Lo del elefante en Botsuana también es un símbolo. Por si acaso.

José Martínez Rubio es secretario de Universidades del PSPV-PSOE en Valencia y becario de investigación en la Universitat de València.

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