Para atrás
Cuando el ministro de Educación presentó las líneas generales de su reforma educativa hubo dos afirmaciones suyas que me llamaron la atención. La Selectividad no sirve para nada, según el ministro, porque la aprueba la casi totalidad de los alumnos, y esa prueba ya sentenciada condiciona además de forma negativa la enseñanza de nuestro Bachillerato, que acaba convirtiéndose en una simple etapa preparatoria para que los alumnos superen esa prueba. El ministro tiene razón en la primera de sus afirmaciones, y seguramente también en la segunda, por lo que resulta sorprendente la solución que propone para salvar esos inconvenientes: tres reválidas, tres, una por cada etapa educativa. Si tenemos en cuenta las consecuencias, negativas según el ministro, derivadas de la Selectividad, no vemos cuál vaya a ser el remedio que quiere emplear para que aquellas no se den por triplicado. Quizá la clave resida en la propia valoración que hace el ministro de las consecuencias de la actual prueba. Le parece negativa porque la aprueba todo el mundo, no porque resulte o no adecuada al nivel de conocimientos exigible al final del Bachillerato. Le parece igualmente negativa porque condiciona el proceso de enseñanza, orientado a su superación, consecuencia lógicamente derivada del interés de los alumnos y, no lo olvidemos, de los propios centros.
Resulta obvio que el ministro no quiere que sus reválidas adolezcan de esos defectos, esto es, no las aprobará todo el mundo ni condicionarán el proceso de enseñanza de la etapa de la que serán llave de paso. Seleccionarán al alumnado y lo harán de forma progresiva, ya que la “limpia” será seguramente más numerosa en la primera etapa —11 o 12 años— que en la última, que acabará teniendo los mismos inconvenientes que la actual Selectividad. Me pregunto, sin embargo, si estos inconvenientes no se repetirán también en las etapas de enseñanza obligatoria: ¿no querrán todos los alumnos aprobar esas reválidas y, lo que me parece más determinante, no querrán todos los centros alcanzar cuotas altas de aprobados, por su prestigio y por su propia estabilidad, y no acabarán por tanto condicionando esas cuotas su proceso de enseñanza? Evidentemente, sí. Aunque sus esfuerzos se verán frustrados, y premiados los del ministro, por los que llamaremos “alumnos difíciles”, que se convertirán en una especie de pestiños de los que querrá huir todo el mundo. ¿Conducirá este proceso a la creación de dos tipos de centros, y qué papel le corresponderá a la enseñanza pública en este desastre?
Decía Isabel Celaá que la propuesta de Wert es segregadora y tendrá consecuencias en el modelo social. Tiene razón. Necesitamos una sociedad ilustrada y preparada profesionalmente, y para ello tenemos que retener a los alumnos y no expulsarlos. Y tendríamos que saber también qué aprenderán los que se queden, cómo lo aprenderán y para qué. ¿Nos bastará con apartar a los “zoquetes” para que la excelencia brille con luz propia?
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