Brotes escolares de la austeridad
El IES Carlos Casares de Vigo suma éxitos pese a sus precarias condiciones
El IES Carlos Casares, antes Meixoeiro, está empotrado en la ladera de un monte de Vigo, en una periferia que el paso del tiempo y las desidias de la Administración educativa multiplica de ronchas. Los alumnos remozan desde hace años las de las paredes como virtuosos muralistas y las autoridades elogian esa inspiración suya, que tanto ha ahorrado ya en reparaciones. Hoy seguramente repita loas el conselleiro de Educación, Xesús Vázquez, que acude al centro a entregar unos premios. Los chicos los van ganando a puñados, pero sobre todo se reconocen, como imagen de marca, en esa altamirade sus pasillos, que vigilan y desarrollan ufanos frente a una Administración que se demuestra chapucera y rácana. El conselleiro Vázquez lo verá hoy.
El instituto se ha ganado fama de exigente, presume de sucesivos plenos de aprobados en la selectividad, tiene más demanda de matrícula que plazas (530 alumnos este curso, de 12 a 17 años, de ESO y Bachillerato Laboral) y hasta el profesor de teatro, Juan Lois Rei, que hace bolos por diversos centros, los distingue como “muy participativos”. El grupo exponía el lunes parodias diversas que festejaron compañeros y familias. “Podrían ser unos profesionales impresionantes, aunque a mí me llega con que se suelten para hablar en público: lo hacen a la perfección”, califica Rei.
El edificio, de casi 30 años, se desmorona a cachos. Ya nadie recuerda cuándo perdió el enyesado en los techos de despachos y salas de reuniones, hoy con un cielo extraño de poliespán visto, de sucia pinta. “Los técnicos dicen que no hay riesgo para la salud”, explica Carlos Bartolomé, el director, “y mientras siga así, tenemos otros frentes de gasto preferente: la dotación de materiales de enseñanza es lo principal”. Hay mucho mantenimiento aplazado, salta a la vista. “Ahora son los ajustes, pero cuando había dinero tampoco nos lo daban”, añade escéptico.
Los pasillos, alicatados hasta el nivel de las cabezas, van perdiendo azulejos caprichosamente, uno aquí, una roncha más grande allá, regulares estas o con todas las variedades del tetris en los pasillos de las tres plantas. Ya en los primeros años se vio imposible reponerlos por la dificultad —cierta o mentireira, nadie lo comprobó—, de localizar azulejos del mismo modelo, medida (8x18)) y color (en la gama de blancos). Este argumento estético aferró el puño de la Administración en el compás de espera para comprobar, antes de meterse en gastos, si el derrumbe de zócalos sería total.
El resultado a estas alturas sería espantoso, las ronchas de cemento erizado y negruzco que dejan los azulejos caídos del alicatado como una peste de los pasillos. Lo enseñan los desprendimientos más recientes. Todos los demás, desde hace una década, fueron cubiertos primero de yeso, para poder pintar, y después, de colores y figuras ad hoc, en función del tamaño de la roncha: de la luna que cabe en un azulejo a Obélix, que necesita un montón. Bob Esponja y la Mona Lisa. Grabados rupestres o el horizonte de las Cíes en la ría, como una ventanita bien orientada para compensar la falta de paisajes en la cueva. Almudena Lacomba, la profe de Plásticas, es la instigadora de esa transformación y, como vicedirectora, la armadanzas de las múltiples actividades paralelas que genera el centro, de las excursiones a la laboriosa revista-anuario (Manda carallo se llama), más la participación de los alumnos en cuanto concurso se convoque.
Ganó los premios de hoy en el de Confemadera, para glosar el monte. De cuatro premios, obtuvo los dos primeros, individuales, y, con un precioso tríptico naïf realizado por los de 3º de ESO, el colectivo para el centro. Podrá aducirse que jugaban con ventaja, ya que el monte es lo suyo —hasta el presidente del ANPA, Santiago García, es agente forestal—, pero también han ganado otros de la Fegamp, de Sanidade sobre el sida y la donación de órganos, de la Brilat sobre las misiones militares o, por acabar, por segunda vez el de Qué es un rey para ti… Con las dotaciones para el centro, cuando las hay —600 euros la de hoy—, cambiaron las pantallas a los ordenadores del aula de informática, compran libros, parchean agujeros...
Otros remedios no son tan factibles. El Mexoeiro-Carlos Casares ya estaba allí cuando empezó esta era de la austeridad: arrinconado entre naves comerciales y un tanatorio, sin conexión a la red de saneamiento —tufaradas de mierda con los frecuentes reflujos de la fosa séptica—, sin techo para los recreos y deportes en días de intemperie —“Da pena verlos apiñados a la puerta, mirando llover...”—, sin transporte público en un nudo de comunicaciones que nadie humaniza —Fomento, Xunta y Ayuntamiento, todos se pasan la pelota— y que los alumnos más próximos, de Mos, atraviesan por atajos que solo ellos conocen: ni un paso de cebra. ¿Les anunciará hoy el conselleiro un premio de compensaciones por tan larga austeridad?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.